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El afán por reducir los problemas de inseguridad en Tunja y Boyacá ha llevado a la banalización de la pérdida de vidas humanas. Se justifican los recientes homicidios bajo preceptos que sostienen que las víctimas eran delincuentes con largos historiales, afirmaciones que, acompañadas de tonos y gestos, transmiten lo que pareciera una normalización de la violencia e incluso dan la impresión de validar la eliminación de personas con antecedentes penales.
Dentro de lo lamentable está que, como país, parece que no terminamos de aprender de nuestros errores. Es fundamental recordar el surgimiento del paramilitarismo en Colombia, una estrategia que, bajo la premisa de que «el fin justifica los medios», buscaba inicialmente acabar con la delincuencia y la insurgencia, pero terminó desencadenando masacres y crímenes sistemáticos.
Este oscuro capítulo no puede desvincularse de otro igualmente trágico: los mal llamados «falsos positivos» o ejecuciones extrajudiciales. A raíz de la presión estatal por mostrar resultados rápidos en la lucha contra la guerrilla, sectores del ejército asesinaron a civiles inocentes, haciéndolos pasar por combatientes caídos en combate. En medio de esta barbarie, las vidas en Colombia se redujeron a simples cifras en reportes oficiales, con escasa consideración hacia las madres y familias que quedaron sumidas en el dolor y la injusticia, tanto de inocentes como de quienes, con o sin razón, fueron acusados.
Es fundamental recordar que la delincuencia en nuestro país no es la causa, sino la consecuencia de problemas más profundos que han llevado a que portar un arma sea más fácil que llevar útiles escolares.
Indiferencia
Antes de escribir esta columna, realicé un ejercicio social publicando en Facebook la pregunta: «O sea que, si asesinan a alguien con antecedentes penales, ¿es menos grave?» Las respuestas, como esperaba, estuvieron divididas entre quienes defendían el respeto por los derechos humanos y quienes opinaban que cada quien se labra su propio destino. Sin embargo, el mensaje más impactante fue el de una familia que, mientras lloraba la pérdida de dos seres queridos asesinados en días recientes, agradeció lo expresado en mi publicación. Al mismo tiempo, me advertían sobre la presunta información imprecisa en los antecedentes que mencionan las autoridades —un tema que esperamos abordar y ampliar más adelante—, lo cual, aunque no es nuevo, sigue siendo profundamente preocupante.
Vivimos en una sociedad que normaliza la violencia y clasifica a las personas como «buenas» o «malas», dejando de lado el respeto por la vida y permitiendo que posibles crímenes queden sin investigar. Asumir que unas vidas valen más que otras, nos conduce a un camino de indiferencia que perpetúa la injusticia.
¿Y la seguridad?
En nuestro entorno, se habla de seguridad en términos estadísticos, mientras que se deslegitima lo que los mandatarios llaman «percepción». Y aunque las estadísticas son importantes, no debemos perder de vista que la falta de confianza en la justicia disuade a muchos de denunciar delitos. Además, la falta de una adecuada clasificación de los delitos contribuye a la subestimación de los registros, lo que a su vez invisibiliza los problemas ante las autoridades.
La verdadera seguridad no se puede medir únicamente en números; implica abordar las causas estructurales de la violencia, como la desigualdad, la falta de oportunidades y la impunidad. Partiendo de esta base, debemos preguntarnos: ¿realmente estamos en las ciudades y el departamento más seguro del país?
Cada vez que se justifica la muerte de alguien bajo el pretexto de «ajustes de cuentas» o «limpieza social,» se alimenta un ciclo interminable de violencia que deshumaniza a todos los involucrados. Al justificar los asesinatos, las autoridades no solo fallan en su deber de proteger a los ciudadanos, sino que promueven una peligrosa mentalidad de destrucción y dolor. En lugar de construir una sociedad más justa y pacífica, nos encaminamos hacia un ciclo de muerte y venganza que deja de lado nuestra humanidad.