Por: Manuel Humberto Restrepo Dominguez
La realidad de los inmigrantes en estado de precariedad, aquí y allá, no concuerda con el discurso proclamado por la amalgama de intereses políticos y económicos del gobierno, la ultraderecha de Uribe y Pastrana, del encomendero Almagro de la OEA, del Grupo de Lima, de Rajoy de España, de Trump y del Clero.
Con el grito de “compro cabello” reciben a quienes han cruzado la delgada línea que separa a las hermanas repúblicas. Es un llamado directo a las mujeres. El cabello es parte de cada historia personal, pero también un reflejo social. El cabello dice cosas, sirvió para arrastrar mujeres a la hoguera y al cadalso acusadas de herejes. Los franquistas torturaban y castigaban a las mujeres rapándolas. Los paramilitares en Puerto Gaitán tenían bajo su horror a decenas de mujeres raptadas y rapadas, disponibles a sus vejámenes y crueldades (Verdad Abierta). El ejército oficial por costumbre o doctrina rapa a los reclutas luego de sus batidas prohibidas legalmente, pero aún vigentes. Se rapa a unos y otros para diferenciarlos, para mostrar que el rapado está a su arbitrio, es suyo. En la frontera no se tortura ni rapa el cabello pero queda en diferencia la que lo vende.
En un pasaje del holocausto nazi en Ravnensbruck antes de pasar a las mujeres a la ducha las hicieron desnudar y ser observadas por los peluqueros (que eran útiles para engañar creando una falsa confianza en las victimas), pero solo raparon a una y hasta que fue asesinada nunca más paró de llorar. En el mismo campo de concentración había otra que “estaba muy contenta y le dijo a su compañera: ¡He tenido suerte, me han cortado el pelo pero no la cabeza!”[1].
El que compra es también un venezolano que compra a voluntad, no lo hace bajo amenaza ni tortura, no rapa ni fuerza y la que acepta vender lo hace por necesidad, con humillación. El comprador ofrece 20.000 pesos por pulgada de pelo (El Espectador) y sin entender para qué sirve hace su trabajo también para comprar comida, como los que venden cigarrillos, agua, minutos a celular, cables, cargadores, pulseras o tarjetas transitorias escaneadas falsificadas, presentadas por el presidente de Colombia para filtrar la entrada de inmigrantes, algunos recibidos casi con honores de estado. Pero el júbilo no es por solidaridad de estado, ni la alegría de tenerlos cerca para sacarlos de su condición de pobreza o mejorar sus vidas.
Ellos llegan y son convertidos en datos simples de una política compleja y de verdades contadas a medias, como la de la crisis humanitaria, que no promueve la superación del sufrimiento, sino la injerencia basada en el derecho humanitario que solo puede aplicarse en tiempo de conflicto armado y atendiendo situaciones especiales de la guerra. Pero en el vecindario no hay guerra, por lo que ni Colombia, ni ningún otro país, puede convertirse en estado protector (potencia protectora) de los inmigrantes, ni darles trato de refugiados de guerra.
El interés de recibir inmigrantes por ser político deja de ser altruista y el bloqueo externo a la economía y al tránsito de alimentos y medicinas, si bien pone en dificultades al régimen, esencialmente no reduce el sufrimiento, y lo humanitario se refiere a mitigar el sufrimiento, sin mediación ideológica, racial, étnica, sexual, religiosa o social, del que sufre, sin ningún otro propósito, como el bloqueo que impacta y revictimiza a la gente que padece la escasez de bienes para subsistir en su territorio.
Esta situación deja al descubierto entonces que el propósito aparente de recibir inmigrantes en Colombia anteponiendo un interés ideológico es convertir el fenómeno migratorio en un problema social de mayor escala y ampliarlo a la América Latina para completar el consenso orientado a deslegitimar el régimen y legitimar el regreso del antiguo régimen.
Ofrecer a los inmigrantes lo que se le niega a los propios colombianos en salud, educación, vivienda, empleo, alimento y bienestar, es cuestionable.
Son más de 8 millones de víctimas, el 60% del empleo es informal, la tercera parte de población vive en estado de pobreza y varios miles habitan en las calles abandonados a su suerte y a ellos se sumarán los bienvenidos hermanos, que para los alcaldes y funcionarios del estado son una carga.
Los municipios e instituciones no tienen herramientas ni recursos para tratar la situación que se torna inmanejable y problemática porque no saben gestionar la inmigración, adolecen de conocimientos complejos sobre la situación y no tienen presupuestos para responder adecuadamente, con lo cual reducen la complejidad —cultural, social, política, económica, espiritual— a un asunto de policía, cupos escolares, albergues temporales o casas de acogida sin futuro, tratando de tapar la verdad de lo que ocurre mientras salen del cargo.
La doble faz del discurso de bienvenida y el odio a la acogida
La invitación a pasar la frontera se escribe con mayúsculas en titulares de primera página en la gran prensa que hace tiempo tomó partido y sabe completar con sesgo y morbo noticioso los odios que llevan a que cada colombiano se duela más del dolor de la hermana república que del dolor propio.
Después del titular que les da la bienvenida, la letra chica llama a la repulsión y discriminación con reiterados mensajes como que los inmigrantes “han desbordado los crecimientos de indigencia, delincuencia y prostitución” (El Espectador) y que por lo tanto se enviarán 3 mil soldados y el SMAD para vigilar el espacio público, controlarlos y regularizar la prostitución. ¿Para qué tropas en tal volumen cuando lo humanitario se supera con agua, comida, medicinas, techo?
Otros anuncios reviven el mensaje nazi utilizado para aislar los guetos titulando que “son portadores de enfermedades de trasmisión sexual” (sífilis, gonorrea y VIH, caracol.com.co, 09082017); “portadores de cuatro virus” (arbovirus mayaro, oropuche, encefalitis equina del nilo occidental y la encefalitis equina, portafolio.co, 10082017); “tuberculosis (52 casos); malaria (882 pacientes); leishmaniasis (21 casos); hepatitis A (18); hepatitis B, C y D (10 casos)”.
Socialmente las voces oscuras de la crueldad esparcen el rumor de que los inmigrantes son sucios y defecan y copulan en público, se toman parques y terminales de buses y piden limosna. Judicialmente el fiscal pone su cuota de escarnio cuando señala que “1869 venezolanos han sido capturados en flagrancia”.
Los amos de la guerra tratan de crearles vínculos —reales o imaginados con guerrillas y atentados— para impulsar sobre ellos más controles y repugnancia. Los periódicos locales titulan asesinatos, atracos y hasta afeamiento de las ciudades, por la llegada de olas de inmigrantes que vienen en la miseria. Restaurantes, lavaderos de autos, pequeños negocios y familias aprovechan la sobreoferta de trabajo y “por caridad o acción humanitaria” los “ponen” a trabajar a precio de venezolanos (mitad de sueldo o menos para hacer de todo).
Las mafias y contrabandistas, cuya única política es la trampa y sus negocios, entran en bonanza, organizan, a la manera de chulos y coyotes, caravanas de viajes ilegales para pasarlos al otro lado y ofertan gasolina o comida (traída de allá donde escasea) y convierten la necesidad de muchas mujeres en prostitución y la de los jóvenes en delito, porque para los inmigrantes lo urgente es sobrevivir y acomodarse a lo que sea en democracia o sin ella.
En todo caso ni todos los inmigrantes están contra el gobierno, ni todos en su favor. Cada uno tiene su propia historia y juntos son testimonio de un pueblo ajeno en tierra hermana pero extraña y que a medida que se estabilizan y comprendan lo que ocurre, tenderán a compartir un vecindario en cordones de miseria, en calles con dueños o ir juntos de un lado a otro sin política.
La realidad de los inmigrantes en estado de precariedad aquí y allá no concuerda con el discurso proclamado por la amalgama de intereses políticos y económicos del gobierno, la ultraderecha de Uribe y Pastrana, del encomendero Almagro de la OEA, del Grupo de Lima, de Rajoy de España, de Trump y del Clero.
Colombia, a la luz del DIH, está impedida para defender los intereses propios de cualquiera de las partes en el conflicto, porque allí, gobierno-oposición, no están en guerra, no hay una fuerza beligerante alzada en armas, hay una fuerza política y es por lo menos condenable el llamado a dar un golpe de estado y a derrocar al gobierno en nombre de la democracia y porque adicionalmente el llamado constituye un acto de guerra contrario a las disposiciones de las Naciones Unidas y de la misma OEA.
[1] Anise Postal Vinay, Vivir, Errata Nature, Madrid, 2016, p 40. Relato autobiográfico de una sobreviviente del exterminio nazi.
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