
Durante siglos, los seres humanos se han perseguido por sus ideas, incluso hasta aniquilarse mutuamente. Como señala Ellen White en El conflicto de los siglos, fue precisamente el anhelo de libertad de pensamiento lo que impulsó a miles de peregrinos protestantes a emigrar hacia América, para huir de los abusos de poder ejercidos por la monarquía y la iglesia en Europa. Sin embargo, una vez establecidos, como lo documenta la autora, los mismos colonos instauraron formas de persecución religiosa contra los no protestantes.
Este ciclo revela una verdad incómoda: el respeto por la libertad de expresión no es una cualidad inherente a la naturaleza humana. Por el contrario, nuestra inclinación natural es la de silenciar a aquellos que no comparten nuestras ideas. Tal como lo argumenta la escritora Lucía Santa Cruz: El respeto por la libertad de expresión implica la disposición a permitir que otros manifiesten sus opiniones sin restricciones ni censura, y porque no surge del instinto, sino del esfuerzo histórico, es la razón por la que representa una de las conquistas más valiosas de la civilización.
Con el establecimiento de su Constitución en 1776, finalmente, Estados Unidos se erigió como una de las primeras naciones en consagrar la igualdad entre los seres humanos, garantizando el derecho a la libertad de pensamiento para miles de generaciones futuras.
Sin embargo, hoy parece que este ideal, tan cuidadosamente custodiado por siglos, se erosiona bajo nuevas formas de censura ideológica. El asesinato del activista conservador Charlie Kirk, el pasado 10 de septiembre, en la universidad de Utah, es una muestra de ello. Revela el retorno de la oleada de intolerancia ideológica, en una sociedad que había consagrado constitucionalmente el derecho a la diferencia.
No obstante, no ha sido el único acto violento dirigido contra representantes políticos. En junio de este año, la Representante Melisa Hortman fue asesinada junto a su esposo; y el senador John Hoffman resultó gravemente herido. Ambos miembros del Partido Demócrata. A estos hechos se suman los dos intentos de asesinato contra el presidente Donald Trump. Lo que pone de manifiesto, una escalada de violencia que ha afectado por igual a los dos partidos.
Y sobre este punto, me gustaría introducir una observación crucial. Si bien históricamente en los Estados Unidos los episodios de intolerancia han sido impulsados por el poder estatal contra individuos o minorías. En el caso particular de esta nueva oleada, se evidencia un giro en la tendencia. La violencia se comete desde la sociedad misma. Es una violencia ascendente, más difusa, pero no menos peligrosa, porque erosiona desde adentro la democracia.
Encuestas recientes dirigidas por el profesor Robert Pape desde la Universidad de Chicago, revelan que: el 40 % de los demócratas apoyan el uso de la fuerza para destituir al presidente Trump, mientras que el 25 % de los republicanos respaldan el empleo de las Fuerzas Armadas contra manifestaciones opositoras. Lo alarmante de estas cifras es que se han duplicado desde 2024, lo que llevó a Pape a advertir: “Podríamos estar al borde de una era extremadamente violenta en la política estadounidense.»
Charlie Kirk defendía principios propios del pensamiento cristiano-conservador: El derecho a la vida, por lo que se oponía profundamente al aborto, el matrimonio tradicional como pilar moral de la sociedad, así como rechazaba abiertamente el adoctrinamiento de género en las escuelas. Por más divergentes que hayan sido sus posturas ¿es motivo suficiente para silenciar a alguien? ¿Qué entendemos por libertad de opinión? Sí solo se permiten aludir a juicios agradables o socialmente aceptables, ¿existe realmente derecho a la expresión? No, porque el derecho a la expresión también implica mencionar aquello que incomoda, ofende o desafía.
El ejercicio de las libertades en la esfera pública está siendo atacadas con intensidad creciente en Estados unidos y en todos los países. Por ello, es urgente reanudar los esfuerzos por defenderlos, tanto desde la esfera política —mediante reformas legislativas, moderación del discurso político y pactos democráticos— así como desde la sociedad misma — reforzando una mayor educación cívica en hogares, escuelas y universidades, para garantizar la permanencia de la convivencia pacífica y la protección de los derechos a la libre opinión; incluso, y especialmente, cuando se trata de voces que nos desafían. Porque si el derecho a disentir desaparece, lo que se erosiona es la libertad de pensamiento, y con ello, la individualidad.
Nota final: un legado espiritual
Su último libro, “Stop in the name of Gad” (Detente en el nombre de Dios), será publicado en los próximos meses. En él reflexiona sobre lo que considera un tema olvidado por la humanidad: la observancia del sábado como día de descanso, según los pasajes bíblicos de: Génesis 2:2 y Éxodo 20:8. Es un llamado a desconectarnos del ritmo frenético de la vida moderna para reconectarnos con Dios y la familia.