Diez años de la Ley Rosa Elvira Cely, ¿y el cambio para cuándo?

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Por | Gina Rojas

Han pasado diez años desde que Colombia promulgó la Ley 1761 de 2015, conocida como Ley Rosa Elvira Cely, en memoria de la mujer que fue brutalmente violada y asesinada en el Parque Nacional de Bogotá. Una mujer que, además de haber sido víctima de un feminicidio atroz, fue también culpabilizada por sectores sociales y políticos que, sin reparo, afirmaron que “no debió salir tan tarde”, que “estaba sola” y que “confió demasiado”.

Fue ese señalamiento lo que abrió la puerta a una verdad urgente: en Colombia a las mujeres las matan por ser mujeres.

Feminicidios que crecen, justicia que no llega

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Según el Observatorio de Feminicidios Colombia, entre 2017 (cuando iniciaron el conteo) y 2025 se han registrado 7.547 feminicidios en el país. La Fiscalía General de la Nación, en contraste, reconoce apenas 2.081 casos entre 2015 y 2025, de los cuales 795 siguen en investigación y 1.055 permanecen inactivos, según información recopilada por El Espectador.

La diferencia no es menor. Esta brecha entre cifras no es sólo un problema técnico, es una forma más de impunidad.

En Boyacá, desde la Fundación Sobreviviente, hemos documentado 60 feminicidios entre 2016 y 2025. Sin embargo, aproximadamente solo el 40% de estos casos han sido reconocidos como feminicidios por parte de las autoridades. Y eso tiene consecuencias concretas porque cuando no se nombra la violencia como lo que es, tampoco se previene, se sanciona ni se repara adecuadamente.

El dolor institucionalizado: A pesar de los avances jurídicos, las mujeres siguen desistiendo de denunciar. ¿Por qué? Porque se enfrentan a un trato revictimizante, negligente e incluso hostil por parte de las mismas instituciones que deberían brindarles apoyo. Además, en zonas rurales o apartadas, acceder a la justicia sigue siendo un privilegio, no un derecho.

Educación: la deuda que sigue en ceros

El artículo 10 de la Ley ordenó al Ministerio de Educación Nacional integrar la perspectiva de género en todos los niveles del sistema educativo. Una década después, no existen datos sistematizados sobre cuántas instituciones han cumplido este mandato, ni cuántos docentes han sido capacitados, ni qué programas están funcionando con verdadero enfoque de género.

¿Por qué? Porque el miedo a la inexistente “ideología de género” ha sido utilizado como excusa para evadir responsabilidades. Se ha tergiversado el enfoque de género, se ha atacado su implementación y se ha bloqueado desde el prejuicio una herramienta esencial para la transformación.

Pero digámoslo con claridad: la ideología de género no existe. Lo que existe es un enfoque pedagógico que reconoce la desigualdad histórica que viven las mujeres y que busca promover la equidad. Educar salva vidas. Un niño que crece con empatía, respeto y conciencia no será un agresor, ni un abusador, ni un feminicida. Una niña que conoce sus derechos y aprende a poner límites crecerá siendo una mujer que no permitirá que se vulneren su dignidad ni su integridad, por más sutil que disfracen la violencia.

Y los otros olvidos…

Hoy, no existen políticas claras ni programas sostenidos para la atención integral de las sobrevivientes de feminicidio, ni para los huérfanos que deja este crimen, ni para las madres que pierden a sus hijas y quedan atrapadas entre el dolor, la rabia y el abandono.

La salud mental de estas familias es un tema silenciado, sin recursos ni acompañamiento real. Y mientras tanto, las políticas se siguen diseñando desde escritorios fríos y distantes, sin contacto con las realidades, sin escucha profunda, sin humanidad.

La Ley Rosa Elvira Cely fue un hito. Representó un paso necesario. Un símbolo poderoso. Pero su impacto más profundo no se mide solo en sentencias o condenas. Se mide en prevención, en cambio cultural, en transformación educativa.

Un feminicidio no ocurre de la nada. Es el último eslabón de una cadena que empieza cuando se les enseña a los niños que pueden controlar a las niñas, cuando se les permite creer que la violencia es una forma de amar, cuando se toleran los micromachismos, los silencios y las justificaciones.

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