Los funcionarios del gobierno, en todos los niveles, se han rasgado las vestiduras ante las tragedias registradas en el presente año, sucedidas en la actividad minera del carbón en Boyacá, donde se han registrado, hasta ahora 27 víctimas fatales, en 31 accidentes; altos funcionarios del ministerio de Minas y Energía, de la Agencia Nacional de Minería, el gobernador del departamento, los alcaldes de los municipios productores, afectados por los accidentes, instructores del Sena, entre los principales, han hecho todo tipo de reclamos ante la situación de tragedia.
Sin embargo, ninguno se ha referido a cúspide de la pirámide, es decir a los generadores, que para el caso del departamento son Gensa y la Compañía Eléctrica Sochagota, operadoras de las cuatro plantas de generación a carbón que están instaladas en el complejo termoeléctrico de Paipa y que han sido por 58 años los compradores principales del carbón, lo mismo que acerías Paz del Río y la industria cementera, para citar los más importantes.
A pesar de la tragedia, tampoco ninguna de las instancias referidas ha planteado alternativas o estrategias que pongan fin al problema.
La pregunta es por qué nadie las toca, siendo que son las responsables principales del manejo de los precios del mineral los cuales siempre han sido impuestos al arbitrio y capricho de las distintas gerencias de las empresas, las que, a su vez, durante mucho tiempo han permitido, -cuando no, propiciado- procesos de intermediación y comercialización que acabaron de lesionar los intereses de los empresarios mineros y sus trabajadores.
Desde cuando se inició la generación, a principios de la década de los 60 en el siglo pasado, siempre ha estado la diferencia entre las condiciones de manejo de las platas, con sus trabajadores y ejecutivos, dependientes por más de 40 años de la Empresa de Energía de Boyacá, y lo que sucede de puertas para fuera, donde lo primero que surgió fue un reducido grupo de intermediarios que florecieron y se enriquecieron al lado de la superestructura de las generadoras, dejando a los mineros empresarios y sus trabajadores, con las mínimas condiciones, tanto económicas como técnicas, que serían las causas, durante todo este tiempo, de las incontables tragedias que han cobrado la vida de centenares de trabajadores.
A lo largo de todo este tiempo se pueden identificar cuatro momentos principales en el manejo de las plantas: las tres primeras unidades, operadas por parte de la Electrificadora, desde su montaje y puesta en operación en 1962, hasta la decisión de construcción de una cuarta unidad a mediados de los 90, cuya conclusión y puesta en operación se dio en 1999. Un segundo momento a partir de 2004 con la decisión de separar los negocios de generación de la EBSA, sacando las plantas de la esfera de su manejo para entregárselo a una empresa cuya gerencia ha estado siempre en Manizales, constituyendo uno de los peores atropellos cometidos por Álvaro Uribe en su primer mandato contra el Departamento, asunto que hoy no ha tenido solución. Y ahora se podría hablar de un tercer momento, a partir de 2019, cuando se han cumplido los 20 años del llamado PPA (por sus siglas en inglés) que fue la construcción y funcionamiento de la Cuarta Unidad, un negocio extraordinario para los dueños de la planta, pero en nada benéfico para la minería del carbón térmico, a pesar de ser su materia prima.
En todo este tiempo los resultados entre la minería y las plantas han sido inversamente proporcionales: mientras que las plantas han funcionado sin dificultades de ninguna índole y ganado extraordinarias sumas de dinero, los mineros, empresarios y trabajadores, han permanecido en el límite de la supervivencia, con precios impuestos sin pudor ni consideración, primero por las estructuras de manejo de la Empresa de Energía, luego por Gensa y, ahora por esta, y por la compañía Eléctrica Sochagota.
Que los trabajadores mineros no reciban los salarios dignos, no tengan las plenas garantías de la seguridad social, y las condiciones de protección a su integridad personal dentro de los socavones, que los titulares mineros y los empresarios que desarrollan las minas tengan que acudir a las prácticas de evadir impuestos, de no cumplir con las responsabilidades de la seguridad social, los salarios justos, el aseguramiento de los espacios trabajo en las minas y las compensaciones ambientales que exige la actividad, puede decirse en este caso que es responsabilidad del gobierno, en primer lugar como instancia de regulación y de las sistemáticas consentidas omisiones de las empresas.
En otras palabras, el gobierno y las empresas, jamás han asumido la obligación de garantizar la seguridad de la actividad minera para la extracción del carbón térmico. En efecto, la inseguridad en el proceso de extracción del mineral ha cobrado la vida de centenares de trabajadores durante las últimas décadas, recayendo la tragedia sobre los empresarios mineros y las familias de los trabajadores. Vale advertir que en su gran mayoría los empresarios mineros están en el segmento de pequeños productores, quienes han tenido que sobrevivir de cualquier manera, siempre dependientes del arbitrio de los grandes compradores. A su turno los trabajadores del socavón terminan siendo las víctimas fatales.
Son los trabajadores del socavón los que terminan pagando los platos rotos de la manipulación del mercado del mineral por parte de los grandes compradores e intermediarios dado que los operadores de las minas lo primero que hacen es echar mano de los recursos que debieran ser sagrados para cumplir con las obligaciones de responsabilidad laboral, seguridad social, protección de los ambientes de trabajo, sostenibilidad ambiental, etc.
Las cifras son contundentes: en los últimos 20 años, considerando solo la Cuarta Unidad, ha propiciado el manejo de más de 800 millones de dólares, producto del leonino contrato de construcción, operación y comercialización, desde 1999 hasta 2019, recursos que se convirtieron en desproporcionadas utilidades para los accionistas extranjeros propietarios de la planta, sin que un solo dólar de esta suma se hubiera destinado a programas de mantenimiento y/o mejoramiento del sector minero del cual dependió en gran medida el éxito descrito.
Lo mismo ha pasado con Gensa, la que ha invertido decenas de millones de dólares en el mejoramiento de las Plantas, asunto necesario y válido en ambos casos, pero tampoco ha destinado recursos importantes para garantizar la seguridad y sostenibilidad de la actividad minera.
El gobierno se baja por las orejas
Después de las tragedias registradas hasta ahora en estos ocho meses del año con las 27 víctimas fatales acumuladas, sería la hora de cambiar las lógicas y el discurso y adoptar estrategias que den resultados ciertos en cuanto a la protección y seguridad de la minería.
No basta con que el director de la Agencia Nacional de Minería, Juan Miguel Durán, diga que como gran cosa tienen 62 títulos suspendidos a través de un proyecto de fiscalización 5G y que agregue que para que los hechos que se desarrollan dentro de los accidentes no sigan sucediendo; tampoco basta con que digan que han hablado con el gobernador y con la Viceministra de Minas para adoptar un plan puntual para realizar un seguimiento contundente. Estas frases caen en el vacío del mismo discurso que se ha promovido por décadas.
Lo que se impone ahora es una estrategia concreta, donde se asignen los recursos para la capacitación, la asistencia técnica y las inversiones necesarias y suficientes para asegurar los socavones, disponer de los equipos técnicos y de todos los elementos de seguridad que requiera la minería subterránea para evitar cualquier tipo de accidente.
Es tanto o más importante asegurar la vida de los mineros, como mantener en las mejores condiciones el estado de las plantas. Y los recursos para ambos objetivos deben salir de la rentabilidad de las plantas, no del presupuesto público, dado que no se puede seguir en el modelo de que todos los días se garantizan más utilidades para accionistas que ni saben de dónde ganan, mientras que estas necesidades básicas del sector se le carguen a los contribuyentes.