No hay tal de que el Cristo esté siendo acogido por tantos que en los templos y en la plaza pública, en las procesiones de lo devocional, puedan ir diciendo aún en forma de plegaria: “Somos de los suyos”.
Por | Teófilo de la Roca
Hoy en día no se le podrá echar la culpa solo a los judíos del gran desaire de que fue objeto Jesucristo al no haber tenido eco entre quienes esperaban precisamente al Mesías prometido por Dios a Israel. Diríamos que a cambio de judíos, surgieron los cristianos para ser el testimonio vivo de lo planteado por Jesús de Nazaret, con su tal proyecto del reino de Dios. No en vano defensores del Cristo sufrieron de mil formas persecución judía y muerte violenta por parte del Imperio Romano, en lo que pudo ser la gran experiencia de vida de Evangelio en tantos años de cristianismo sometido a “prueba de fuego”.
Vaya a verse hoy si el Cristo ha tenido su propio eco entre muchas experiencias de fe que creen estarse adelantando en el mundo de nuestro tiempo, que se han tomado espacios, que mantienen sus formas institucionales, que se imponen como lo respetable de una Iglesia, que hasta da muestras de dominio y de poder en continentes como el latinoamericano.
Porque hay que ver hasta qué punto el Cristo ha sido acatado; no digamos que interpretado, porque si es por posiciones frente al contenido del Evangelio, cada colectivo de lo cristiano, irá tomando apeas lo que le conviene; sin que a la hora de la verdad se dé la actitud radical, vehemente; como para hacer sentir entre propios y extraños que la verdad del Cristo es para hacer hombres libres.
Por no tomarse la palabra de Cristo en todo su rigor, en toda su exigencia, en todo su espíritu, encontramos que el proyecto del Reino de Dios no logra su propia fuerza de impacto, como para que “culturas y civilizaciones”, de esta era de modernidades, descubran que son los cristianos los de la “savia” sobre la tierra.
Ya lo decía algún expredicador de púlpito, dado ahora a dictar conferencias sobre simples pautas de vida: “nos hemos perdido en hablar mucho de lo que ha de ser el verticalismo religioso, sin tomarnos el trabajo de jugarle a lo esencial: la respuesta a Dios, desde una clara y decidida respuesta dada al hombre y su circunstancia, más al hombre sociológico”. Pero tampoco es que aquel expredicador de púlpito, se haya replegado a ser un vehemente defensor de los débiles, de los marginados, de los excluidos de toda perspectiva de desarrollo. Más cómodo le resultará dictar conferencias sobre valores humanos, entre sectores privilegiados, que en nada les interesará el radicalismo del Evangelio.
En el mismo plano de evasión frente al imperativo de tornar histórica la parábola del “buen samaritano”, podrá encontrarse tanto predicador de oficio, sin que a la hora de la verdad se le haga eco al Cristo de comprobada “preferencia por los pobres”, conforme a la Historia misma de la Salvación, con sus profetas de fuego en la palabra, con sus actitudes para sacudir y estremecer cómodas posiciones de lo religioso, de lo institucional, de lo que pudiera moverse alrededor de tronos y de templos físicos.
A los judíos, aun de nuestros días, poco o nada se les dará, que un evangelista de nombre Juan, en el primer capítulo para definir al Cristo, acabe por indicar diciendo: “vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron”. También de sectores cristianos en nuestros días, podríamos decir que el Cristo les ha llegado una y mil veces, sin que se hayan tomado el trabajo de descubrirlo; menos aún de recibirlo.
Vaya a verse si la evangelización encierra todo el contenido de espíritu, como para crear el gran prodigio de fe y por ende de justicia: el de reconocer y aceptar el Cristo en la realidad del pobre. Como quien dice, no hay tal de que el Cristo esté siendo acogido por tantos que en los templos y en la plaza pública, en las procesiones de lo devocional, puedan ir diciendo aún en forma de plegaria: “Somos de los suyos”.
El gran juicio histórico a los cristianos mal ubicados respecto al Evangelio, no tiene por qué esperarse de los críticos de tantas formas débiles y hasta inconsecuentes de “vida cristiana”. El juicio, parte del clamor de los pobres, esperando que sean los cristianos los de la gran revolución de espíritu al descubrir y aún abrazarse al Cristo; reflejado en la situación de los “lázaros” de la Historia, hoy por hoy sometidos a un “epulón”, que hasta se solaza rodeado de incondicionales defensores de la “Religión del Poder”, con sus sacralidades, con sus actos solemnes, de despliegue publicitario, como en una gran liturgia, acatando el precepto supremo de un neoliberalismo; que impone y con rigor su gran crueldad de la injusticia, sin que se vaya a decir a su alrededor que es el anticristo del momento.