Castígalos, Anubis

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Columna dedicada a esos hombres y mujeres que guerrean para ayudar a los perritos y a los animales. En Duitama al Doctor Diego Fernando Barrera Gómez y a su equipo de trabajo. Al patrullero Jeison Barrera, a William Sanabria, Daniel Mancipe, Diego Barrera, Miguel Báez, Jiseth Guauque y a todos los demás que son oasis en este desierto de deshumanización e indiferencia.

Por | Miyer Pineda.
Docente de ciencias sociales. Líder de la Cátedra Jaime Garzón y del proyecto Mnemósine: la memoria histórica, una pedagogía para la paz; proyecto ganador en el Foro Educativo Nacional 2017 y Proyecto nominado al Premio Compartir al Maestro. Premio Internacional de Poesía en Paralelo Cero 2022
  1. Don Gustavo

Don Gustavo buena parte de su vida ha vivido solo. Usted lo podrá ver a veces juntando leña, cargando agua, ordenando su casa; las cosas que se van arrumando y que forman parte de la decoración de eso que llamamos hogar; un hogar solitario en su caso, a la vera de un camino en medio del verde que se agudiza comenzando abril, gracias a las lluvias que al fin han llegado porque hacían mucha falta. Como para casi todos los seres humanos, su rutina es su vida. Madrugar. Encender la luz para decirle al mundo y a Dios que aún se respira. Prender la estufa de carbón, arreglarse, poner un tinto por si pasa el patrón; escuchar a sus tres perritos y a sus gatas. Dignificar su existencia y alimentarlos bien en la medida de sus posibilidades. Si usted compara el trato de los perritos en las casas vecinas se nota el cariño y el respeto que don Gustavo le tiene a los animales. Esto se puede ilustrar con el siguiente ejemplo:

  1. Ha de ser Anubis

Hace varios años, en una de mis caminatas por el sector; en compañía de Helga y Tobby, llegamos a una curva, y vimos una escena dantesca que ya es típica a la hora de pensarnos como país. Un perro cuelga de una cuerda… Es inevitable pensar que ha sido ahorcado. Mientras avanzamos embargados por la angustia; las conclusiones llegan a destajo y dan rabia.  Son unos 30 kilos colgando de una soga, en vilo… Al fondo el cielo gris y parte de la ciudad. Al acercarnos más nos damos cuenta de que el perrito aún está vivo; vemos cómo sus patas se estiran al máximo sobre el tronco de un árbol talado hace décadas, como si entendiera que, si se mueve un poco más, unos centímetros más, quedaría colgado definitivamente en el vacío y moriría… Ha de ser su instinto de supervivencia lo que ha hecho que se estire para que el aire pueda continuar pasando a sus pulmones… O ha de ser Anubis o algún ángel de los perros quien ha dispuesto todo el mecanismo para mostrarnos lo desgraciada que puede ser la suerte de un perro amarrado, en el desnivel de una ladera, y un tronco, y una cuerda sobre la que pasa la cuerda que somete al perro.

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No sé cuánto tiempo lleva el perro así; es un péndulo inmóvil en el aire; la muerte de un lado y la vida perra en el otro, y en la mitad, nosotros, espectadores aplastados por la escena. El perrito con su gemido agotado nos dice que aún está vivo; pide ayuda. Gritamos desesperados a ver si sale alguien de ese maldito rancho, y por supuesto, nadie. Tenemos que entrar para llegar hasta el perro, pero en un país de gente enferma aterra meterse a una propiedad privada. En segundos tomamos la decisión de buscar ayuda con alguno de los vecinos. Corremos a la casa de enseguida, luego a la de enseguida, luego a la de enseguida… Nada. Nadie. Un puto desierto. Solo perros amarrados.

A unos 600 o 700 metros al frente de la última casa del sector, un hombre al fin atiende. Es don Gustavo. Le describo la inminente tragedia, pero se niega a entrar en propiedad privada. Esas vecinas son especialmente difíciles. La prueba es el estado en el que dejan a los perros que tienen. Le cuento la imagen varias veces y le pido un cuchillo prestado. Le explico que entraríamos los dos… que en últimas podría decir que entré yo únicamente. Le señalo a sus perros y le digo que, si fuese alguno de ellos, seguramente agradecería la ayuda. Los mira y eso al fin lo permite convencerse de hacer algo. Busca un cuchillo dentro de la casa. Nos movemos aprisa, a la velocidad que su edad permite. Sus tres perros detrás se suman a los dos míos y somos una manada dirigiéndose a ayudar a uno de los suyos.

El perro sigue allí, al filo del abismo eterno de la muerte. Piel y desamparo levitando. Nos metemos en el lote; analizamos bien la situación. Los demás perros ladran. Helga, Tobby y Chiquilina intentan calmar al perro; huelen nuestro desespero. No es necesario cortar nada. Es un cable. Corremos un poco el perrito hacia atrás y con la distancia que logramos vamos desenredando al perro poco a poco. Lo que pasó es que el perro comenzó a darle vueltas a un palo; al final, de alguna manera se subió al tronco; el tronco por el peso se deslizó y el perro arriba quedó colgando. Si el terreno llega a ceder un poco más, es probable que el animalito se ahorque.

Mientras nos esforzamos por soltarlo nos preocupa la violencia de las dueñas del predio. Ya saben cómo es esta cuestión de la idiosincrasia colombiana: rezanderos y violentos; crueles y fanáticos; torturadores e indolentes; malos con los animales y con los propios vecinos. Por eso cuando se encuentra a algún paisano que ayuda desinteresadamente, uno se sorprende. No pensamos en ningún momento en la agresividad del perrito una vez lo bajemos de ese escenario de suplicio. Buscamos agua en un lavadero, le adecuamos una taza y vemos cómo bebe el perrito como si acabara de llegar de un desierto, como si al fin su alma y su corazón llegaran a un oasis.

Retiramos el tronco… Si se vuelve a enredar ya no tendrá dónde treparse. A unos diez metros otro perrito encadenado ladra furioso. Cuida su casa. Le acercamos agua y esto lo calma. La gente es estúpida. Los amarran para ahuyentar a los intrusos, pero si alguien quisiera se mete, alimenta a los perros, los consiente y hace de las suyas. El perrito agradecido mueve la cola, baila, llora. Es obvio que quiere irse con nosotros. Quiere salir de ese infierno. Le agradecí a don Gustavo y a sus mascotas por la ayuda… y volvimos a casa.

  1. Chiquilina, Yosky y Archibaldo

Confieso que dejé de pasar por el sector durante meses. Me daba mucho pesar ver al perrito; él nos veía y se alegraba y pedía que lo lleváramos con nosotros. Ese proceso intelectual que lleva a los seres humanos a sensibilizarse hasta el punto de dolerse con el sufrimiento de los animales, es un karma en un país tan inhumano. Alguna vez el compañero Germán Rodríguez, nos decía en una tertulia en la UPTC, que, si pudiera pedir algo, una especie de deseo, lo único que pediría sería ser menos sensible. Ahora entiendo que insinuaba un camino de deshumanización: obligarse a ser menos empático, a aplastar la alteridad. Su desazón resultaba comprensible: ser estúpido o inhumano es la mayoría de las veces, la única forma de ser colombiano; un colombiano del montón, pero colombiano; de lo contrario, es hiriente, incómodo ese dolorcito que produce la crueldad de los paisanos, con los desvalidos, con aquellos que no se pueden defender. 

Hace unas semanas decidí volver. Al llegar al rancho estaba otro perro atado en el mismo lugar. Imagino que el otro escapó o murió o se ahorcó al fin. Nunca le pregunté a don Gustavo y jamás volvimos a hablar de esa experiencia. El nuevo perro ladra y ladra cuando pasamos con Rocky (lo recogimos de la calle porque lo abandonaron). En vacaciones retomamos el camino y seguimos pasando por el frente de la casa de don Gustavo. Hay más perros amarrados en todas las casas. El único que mantiene a los perritos libres es don Gustavo. Chiquilina, Yosky y Archibaldo. Cuidan la casa, las gallinas, el camino.

Es impresionante cómo Chiquilina cumple con su trabajo. Cuando pasan otros perros, les advierte que no deben meterse con las gallinas. Ladra, cuida, protege… Cuando se da cuenta de que las personas son buenas, se acerca y saluda; de lo contrario ladra desde lejos. Alguna vez Rocky se propuso molestar a una gallina y la Chiqui lo puso en su lugar. Así como otros perros cuidan ovejas, la Chiqui y sus hermanos cuidan el galpón, o acompañan a don Gustavo cuando tiene que irse o lo reciben cuando llega. A kilómetros saben que se acerca y le hacen una fiesta. Se trepan en la terraza y desde allí ladran, cuidan, respiran, viven. Don Gustavo los ha criado de una manera tan correcta. Archibaldo es una mota de noche ladrando; pequeñito y ladrando, cuidando sus gallinas. Yosky es el de la mitad y es más perezoso; es mono y brillante y tiene rasgos de un golden; su mirada es profunda, tierna y llena de confianza… Y Chiquilina, la Chiqui es hermosa, imponente, hermana mayor, ama de llaves. Jamás había visto a una perrita tan juiciosa haciendo las tareas que le encomiendan… No saben lo que es la maldad.

Por ciertas cuestiones tuve que detener las caminatas unas cuatro semanas. La vida es así a pesar de todo; lo valioso está por ahí y la gente pasa de largo, tiene que hacer otras cosas importantes y jamás se piensa en lo que puede pasar o en lo que ha de venir por el sendero. Lo cierto es que alguien en casa contó hace unos días que habían envenenado a los perros de don Gustavo.

Yo sentí que me faltaba el aire.

En estos días en los que la alegría es infinita, el peso de ese ahogo corta y corta el aire. Tuve que adecuar todo para poder subir hasta allá con la esperanza de que fuera un error. Fuimos con Helga y Rocky (Tobby falleció hace años). Caminamos despacio porque a Helga le hicieron hace un par de meses una cirugía de rodilla. Pero ella quería ir. Teníamos que ir a esa casa.

Cojeamos todo el camino. Don Gustavo estaba afuera viendo el valle. Nos saludamos y le pregunté de inmediato por los perros… Se quedó callado. Me senté en un tronco similar al que se trepó el perrito que por poco se ahorca. Le digo que me enteré de la noticia y que la rabia y la tristeza taladran. Me contó lo que pasó. Para robarse las gallinas envenenaron a los perritos…  también cayeron las gatas… A la masacre solo sobrevivió un gatico de unas semanas a quien le puso por nombre Chavito.

No es necesario preguntarse cómo hay seres humanos tan miserables que son capaces de hacerle esto a animales indefensos cuyo propósito en la vida es servir a sus amos retribuyendo de esa manera sus cuidados. No es necesario preguntar eso porque la respuesta es obvia: Estamos en Colombia, un país en el que la guerra, los medios y la estupidez, han modelado a decenas de miles de salvajes desalmados.

  1. Anubis, castígalos

Don Gustavo nos cuenta: “Me levanté esa mañana de abril, y al buscarlos… una pareja que pasaba me señaló a Archibaldo; él fue el primero en morir. Unos metros arriba estaba Yosky, temblaba del dolor; murió a los pocos minutos. La Chiqui estaba en la azotea agonizando… Cuando la busco; ella sale corriendo porque se quiere morir sola… no quiere que yo la vea morir”.

Las caminantes que encontraron a los perritos mientras agonizaban, lloraban viendo al viejo recoger a ese manojo de recuerdos y vivencias envuelto en un pelaje con algo de vida, aún. (Ese colombiano salvaje y ruin debe estar sorprendido al enterarse -no creo que lea en realidad-, de que hay gente en este país que llora porque mataron a unos perros…).

Don Gustavo, sabemos que el cielo existe porque aquí existen los perros. La Chiqui debe estar feliz con algún otro trabajo que le han encargado allá los ángeles. Y sus hermanos la acompañan don Gustavo.

Tengo en mi mente la imagen de los tres perritos y de las gallinas que salían al camino… Y el Chavito maullando ahora, asustado sin su madre protegiéndolo, huérfano aterrado por los perros gigantes que me acompañan. Aquí los meros machos no pueden demostrar dolor alguno, ni empatía con los animales. “Le doy su leche y lo consiento. Llora llamando a la mamá”. Se queda callado don Gustavo y luego agrega. “Se hubieran podido llevar las gallinas sin envenenarlos. No me lo va a creer, pero he llorado por mis perros”.

Escribo estas palabras y sólo puedo imaginar a don Gustavo mirando el valle verde, mientras la Chiqui y Yosky y Archi y las gatas juegan con las vidas que le quedan al Chavito. Sí le creo don Gustavo; aunque seamos colombianos le creo que se sufre la perdida de las mascotas que son, muchas veces, más leales, afectuosas y decentes que los seres humanos. Yo me marcho con parte de su dolor a cuestas, don Gustavo. Y pasan las semanas y no se va ni amaina. El vínculo es demasiado profundo. Y también don Gustavo, le cuento que le exigimos a Dios que el infierno tenga un sitio para el alma de esos malditos asesinos; el alma de todo aquel que envenene a un animalito indefenso… Sabemos que el infierno tiene que existir porque estos malnacidos existen.

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