Caer en la disipación equivale a ser sepulturero de la propia existencia

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Actitud de rebeldía lo será siempre replegarse a rincones, para reincorporarse en la sabiduría de romper con lo envolvente y triturante, esto es, el “embrutecimiento colectivo”.

Hombres y mujeres en medios como el nuestro, se aterrorizan cada vez más del extremo a que ha llegado el ser humano con sus propias formas de violencia. Aunque los historiadores, por aquello de sus investigaciones, serán los que menos se sorprenden de esa constante histórica: la del hombre que ha sido “más lobo para el hombre”.

No es extraño, entonces, que se viva en este mundo, bajo el golpe noticioso de hombres y aún de pueblos, haciendo toda una historia de violencia: la de las armas y la de poderes y sistemas que mantienen injusticias o condenan a grandes sectores al no futuro, al negarles los más elementales derechos.

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Pero hay fenómenos humanos, no menos preocupantes que las guerras y las violencias, pero que pocos las advierten como catástrofes de la humanidad y sobre todo de los pueblos enredados en la gran malla de lo mortal: la disipación.

Tremendo que en un medio como el nuestro, sociedad y pueblo, hombres de altos clubes de lo económico y de lo político, como gente del común, vivan perdidos en su propia disipación, que es el despilfarro de su pobre existencia. Porque mientras haya disipación, no hay vida. Habrá el simple fenómeno de la distracción, que es la que absorbe, la que envuelve, la que hace perder de vista el porqué de la presencia humana en la tierra.

Nos perderíamos hablando de formas de disipación: desde las que maneja el burgués, hasta las que encarnan los hombres de tienda o cafetín. Unos y otros perdidos en sus propios “dorados”, desde los que ya se tienen entre manos, hasta los que son envidiados y aún ilusionados por los que “nada tienen”. Del fenómeno de la ruleta, nadie escapa: ni los que dicen verse ocupados ni  los que  tienen por ocupación su propia forma de ir en cotidianidades sin sentido, en una eterna disipación.

Ni los “protagonistas” de la historia, ni los que van en el simple juego del existir, sin que nada los inquiete, escapan al gran fenómeno del no “ser”; algo que aterrorizará a lo sumo a uno que otro “idealista”, de los que permanecen replegados a algún rincón, no de simple cultivo de academia, sino de introspección, de reflexión profunda, de meditación y hasta de pronto de contemplación, en una actitud de rebeldía frente a lo envolvente y triturante de la disipación, donde no juegan los valores esenciales de la vida, sino la locura del no “ser” y que los entendidos en disciplinas de austeridades y de rigores, llamarán salto al vacío.

Lo más trágico de todo  puede ser el “embrutecimiento colectivo”: así de eruditos, como de iletrados. Porque mientras no se entienda de sabidurías como la de permanecer en actitudes de lo vigilante, cuidando de lo que pueda salir del corazón, lo que tanto endurece al hombre mismo: vicios, borracheras, rencores, envidias, trampas, abusos, injusticias, homicidios, violencia, guerra, se estará siendo presa de la gran trampa de la muerte y que es lo que impide que aún en nuestros días hombres y culturas de lo alienante y de los mismos esquemas de “dorados” escapen a su propia realidad histórica: la de ser sepultureros de su propia existencia.

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