
Por algún rincón de Colombia, tal vez por una selva o un despacho notarial, ronda la bala que mató a Miguel Uribe Turbay. No sabemos. Tampoco sabemos quién la compró y la puso en la mano de quien la disparó. Que si fue Petro, por el supuesto odio sembrado por el progresismo y el marxismo cultural implantado a través de TikTok, no hay prueba alguna. Pero al uribismo le basta con señalarlo en plaza pública, no necesita tribunal, solo busca garrote y una nueva portada en la revista de la hez(e).
La derecha no vela a sus muertos, los monetiza. El cadáver del Senador fue ultrajado, fotografiado, politizado. Lo convirtieron en trending topic, lo marcaron con un hashtag como ‘gesto de unidad’ y ‘símbolo de lucha’.
La altísima sociedad colombiana otra vez demostró ser más retrógrada que un episodio de La casa de los famosos. Para esta ocasión decidió usar el féretro de un joven asesinado como púlpito para vomitar su desprecio a la democracia.
El funeral del Senador Miguel Uribe fue convertido en un concurso de vanidades políticas. Cámaras de televisión, música, celulares, lágrimas [seguramente ensayadas], discursos redactados por Jorge Franco y/o algún community manager egresado de la Universidad de los Andes, y calculados ceños fruncidos que rayaban en lo ridículo. En un acto donde se suponía debía ser de duelo, de recogimiento, todo fue revancha. La propia familia del Senador convirtió el funeral en un carnaval.
El gesto de prohibirle la entrada al presidente Gustavo Petro, fue quizá uno de los actos más bellacos que reveló que la derecha colombiana, cuando se siente ofendida, no responde con nobleza sino con la furia de un patrón que fue insultado por el peón. Cuán inculto hay que ser para pensar que el duelo toma dignidad cerrándole la puerta al jefe de Estado. Qué medieval ese miedo a compartir el aire con quien piensa distinto.
Lo que mató a Miguel Uribe no fue la arenga de Petro, ni el Cambio, ni los comunistas. Lo mató un país enfermo, adicto a las armas y a la impunidad, un país tan inculto que hace del cadáver un espectáculo y del luto una trinchera.
No hay luto, hay una performance y no es sobre Miguel Uribe, es sobre la oportunidad para un linchamiento público contra la izquierda y todo aquel que piense distinto a la seguridad democrática. La vieja élite, esa que satanizó la muerte de Gabriel García Márquez pero se mofa de citar a Ortega y Gasset [como si entendiera lo que lee], encontró en este crimen un escenario perfecto para la cacería de la naciente mordaza neocomunista. No importa si no hay pruebas, lo importante es no dejar pasar el momento y recortar la ficha del rompecabezas a su propio acomodo. El muerto es útil mientras sirva para recuperar el puesto en la Casa de Nariño.
El periodismo que se indigna con los trinos de Armando Benedetti, ahora calla ante la grosería de no dejar entrar al Presidente a un funeral de Estado, y calla ante los señalamientos sin fundamento de que él sería autor intelectual del asesinato. ¿Cuándo dejamos de tener un mínimo de civilidad en el ejercicio público del dolor?
El día cuando el país entierre a sus muertos con decencia, podrá empezar a desenterrar la verdad. Pero mientras persista el odio, solo nos queda seguir aplaudiendo el espectáculo, de orilla a orilla.