
Este fin de semana Colombia volvió a romperse con el atentado contra Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial. Un hecho que nos recuerda, una vez más, que aquí la política todavía se escribe con sangre. Que la democracia no cicatriza. Que a pesar de los discursos y las reformas, seguimos caminando sobre los escombros de un país que nunca ha conocido la paz.
Uribe Turbay a sus cinco años perdió a su madre, la periodista Diana Turbay, asesinada tras un secuestro en 1991 y hoy, tres décadas después, se debate entre la vida y la muerte. La historia se repite con una crueldad que ya no es coincidencia, sino síntoma. Más allá del personaje político, amado y odiado, como es normal en cualquier democracia, su cuerpo malherido encarna el fracaso de una nación fracturada. Su drama personal nos exige una reflexión urgente, necesitamos estructurar verdaderos debates con ideas, no con balas, no con violencia.
Las reacciones tendrían que ir hacia esas reflexiones. La vicepresidenta Francia Márquez afirmó que participar en política no puede costarle la vida a nadie. En un comunicado conjunto, partidos de todas las vertientes advirtieron que este atentado “no solo amenaza la vida de un líder político, sino que también socava los cimientos democráticos de nuestra nación”. Pero más allá de esos pronunciamientos, el atentado ha dejado al desnudo el cinismo de una sociedad que, mientras condena públicamente la violencia, la justifica en privado con frases como “se lo buscó”.
¿De verdad hemos llegado al punto en que una bala en la cabeza se convierte en una respuesta aceptable a una posición ideológica? ¿También su esposa y sus hijos merecen ese dolor? ¿Hasta cuándo seguiremos confundiendo el desacuerdo político con la deshumanización del otro?
La democracia sangra cuando las armas reemplazan los argumentos. Cuando quienes dicen defender los derechos humanos celebran la muerte del contradictor. Es la misma lógica enferma que culpa a una mujer violada por la ropa que llevaba puesta. El mismo desprecio por la vida. El mismo despojo de humanidad.
Pero la gravedad no termina ahí. El agresor tiene solo 15 años. Un adolescente armado, convertido en sicario político. Ese dato no puede pasar inadvertido, es una herida abierta que nos conecta con el pasado más oscuro de nuestra historia reciente. Los “suizos” del cartel de Medellín.
Jóvenes de los barrios más pobres, usados como carne de cañón por Pablo Escobar para matar líderes, volar edificios y hacer estallar al país.
Un informe de la Fundación Paz y Reconciliación recordó, a propósito de este atentado, al muchacho que en 1989 condujo un bus cargado de dinamita hasta la sede del DAS. No quedó ni su cuerpo, ni el anticipo prometido. A otro lo convencieron de cargar una bomba en un avión, creyendo que haría fortuna: el avión explotó en el cielo de Soacha. 110 muertos. César Gaviria, el objetivo, nunca se subió.
Andrés Arturo Gutiérrez mató a Bernardo Jaramillo Ossa por unos pesos. No sabía quién era. Luego fue asesinado junto a su padre. Yerry, el reclutador, fue también quien mató a Carlos Pizarro dentro de un avión. La vida no valía nada. Y, por lo visto, sigue sin valer.
Fue también esa época la que desató una cacería jóvenes asesinados por policías que lo justificaban en el imaginario que se creó de llevar tenis “de marca” como una supuesta señal de ser empleados de Escobar. ¿De verdad entendemos la gravedad de lo que hoy vuelve a repetirse?
¿Qué hemos hecho como país para que el patrón se reproduzca? ¿Qué estamos corrigiendo si seguimos empujando al sicariato a adolescentes que tienen hambre?
El joven capturado lo dijo: actuó por necesidad. No es justificable, pero es real. Una realidad que ni el gobierno nacional, ni los gobiernos regionales o locales han sabido, o querido, atender.
Vivimos en un país donde las oportunidades escasean y la politiquería abunda. Donde, si no tienes padrino político, no tienes futuro. Donde los privilegios se reparten como botín y la pobreza se multiplica. En ese contexto, la violencia aparece como única opción para muchos. Y sí, claro que existe el libre albedrío y las buenas decisiones, pero no todos parten desde el mismo lugar. No todos saben lo que es dormirse con el estómago vacío o sin techo. Y desde el privilegio, es muy fácil exigir decisiones correctas.
Este atentado no solo deja un cuerpo herido. Deja al descubierto el fracaso colectivo de un país que no aprende. Un país que llora hoy a Miguel Uribe Turbay, pero lo hace con un ojo cerrado según la camiseta política. Un país donde el odio se volvió rentable.
¿Y ahora qué? ¿Seguiremos especulando, señalando, celebrando lo que nos conviene y negando lo que no? ¿Seguiremos incendiando las redes sociales mientras se extingue la fe en el otro?
Se avecinan elecciones difíciles. Muy difíciles. Pero más allá del resultado, lo que debería preocuparnos es el país que vamos a ser antes, durante y después de votar. Porque si seguimos normalizando que niños disparen, justificando atentados y deshumanizando al adversario, entonces no estamos eligiendo entre candidatos. Estamos eligiendo entre repetir el pasado o, por fin, intentar otro camino.
Este fin de semana quedará marcado en la historia de Colombia como tantos otros. Pero aún estamos a tiempo de decidir si lo convertimos en otro capítulo de nuestra tragedia… o en un punto de quiebre.
Ojalá, de una vez por todas, este país se atreva a mirarse al espejo y cambiar.
Porque cada bala que calla una voz política es un disparo directo al corazón de nuestra democracia.