La palabra profesor viene del latín professor, el que profesa algún arte o ciencia. Y entre las múltiples acepciones de profesar, el Diccionario de la Real Academia Española nos dice que este vocablo significa “mostrar un sentimiento o una actitud hacia algo”. Tal vez sea esta la razón por la cual hoy en día se habla de la sabiduría del corazón, cuyo lema principal es “uno solo puede enseñar lo que ama”, y a su vez “uno defiende lo que ama”. Es decir, que como bien lo dijo Erich Fromm, el profesor es quien comparte “El arte de amar”. Digo comparte porque su labor es multiplicar el pan de la sabiduría, sentarse en la misma mesa con sus contertulios e intercambiar sabores, colores, texturas, olores e ideas, con la intermediación del mundo, como lo dejó dicho Paulo Freire, para construir realidades nuevas y transformar esta sociedad postmoderna tan deshumanizada. Compartir porque, de alguna manera, al tiempo que enseña también aprende. A un profesor lo hacen sus estudiantes y sus lecturas hedonistas de los autores que lo acompañan en la vida, y le enseñan a mirar el mundo de múltiples maneras.
En cuanto a la actitud, el profesor es el que entrega el alma, el que exhorta, en cada actividad propuesta, a sus estudiantes, a pintar con paciencia y sabiduría el cangrejo más hermoso del mundo. El que promueve la perfectibilidad, o sea, el deseo de hacer cada vez las cosas de una mejor manera, porque la perfección no existe, pero es el motor de nuestro viaje hacia libertad. Al respecto, Yves Bonnefoy, nos dice: “Amar la perfección porque ella es el umbral, pero negarla apenas conocida; muerta, olvidarla, La imperfección es la cima”. O sea, un eterno renacer del conocimiento y la sensibilidad. Bien lo dijo Ledo Ivo: “Después del otro lado siempre hay un nuevo otro lado que conquistar”.
Así las cosas, el profesor no es más que “un obrero de sueños”, para decirlo con palabras de Salvatore Quasimodo. Obrero porque se corrige a sí mismo todos los días, para poder corregir los trabajos que le presentan sus estudiantes, para poder llamarles la atención cuando se equivocan en su forma de actuar. Porque suda la bata para poder portar la camiseta número 10 que le permita intuir el camino que han de seguir sus educandos para que alcancen la Tierra Prometida, y él apenas pueda contemplar la obra que lo hará sentir, a cada instante, en el paraíso. Cabe señalar que el camino que siembran los maestros siempre está abriéndose a nuevos lugares y destinos, porque su huella sigue en los pasos que sus estudiantes dan hacia la inmortalidad.
Más que ejercer una profesión u oficio, lo del profesor es una vocación. Para los romanos vocación significa inspiración, en otras palabras, iluminación del espíritu.
Algo así como estar tocados por los dioses en cada una de las cosas que traemos al mundo, como una suerte de savia o soplo primigenio que nos corre en las venas. En todo caso, por este camino, la vocación está emparentada con la creatividad, tan cara a los maestros. Y creatividad es dar origen a mundos posibles a través de la entrega; se trata de dejar el corazón en cada actividad que proponemos por más minúscula que sea. Creo que era Picasso quien decía que “la creación consiste en 99% de transpiración y 1% de talento”.
Máxima que contribuye a fortalecer el rigor, el esfuerzo y la dificultad para alcanzar lo que uno se propone en la vida. Lo que para el poeta, cura y revolucionario Ernesto Cardenal sería: “Sin disciplina ni desorden”. Mejor dicho, un punto medio que no se vaya a los extremos, que no bese los bordes.
En síntesis, la vocación del maestro no es otra cosa que hacer nacer la pasión en el otro, para que aprenda a “cultivar las flores prohibidas”, como lo propuso Juan Manuel Roca, porque en lo que no se puede hacer reside la esencia de lo desconocido; y lo desconocido es imprescindible para llegar a ser “el supremo sabio”, según nos enseñó el joven Rimbaud, en su célebre “Carta del vidente”. Continuando con Roca: el profesor debe ser “un pastor de abismos”, “un pastor de dudas (…) si quiere llegar a habitar en los demás. En ese camino aparece una serie de vacíos, de abismos, que son los que intenta llenar el lenguaje”. Y es bien sabido que la materia principal de la que está hecho un maestro es el lenguaje. Además, para conocer el valor de la luz hay que ponerse en los zapatos de Orfeo y Rimbaud, y descender a los infiernos. No hay otro camino para tocar las puertas de la gloria que elogiar la dificultad, como enseñó Estanislao Zuleta. No digo éxito, porque el mismo está de moda en esta era del consumismo exacerbado, porque es efímero y está emparentado con el facilismo mediático, porque el éxito es para cualquiera y los maestros merecemos estar entre los dioses del Olimpo.