Si se le falla a los pobres, se le estará fallando a Dios, sostienen los pocos cristianos que a esta hora marchan en forma solidaria con los pueblos que aparecen aprisionados por Estados, gobiernos, sociedades excluyentes.
Si de los templos cristianos no sale la gente para asumir el gran reto de defender a los pobres de la tierra de todo atropello o falta de consideración humana, se le estará fallando a uno de los preceptos vitales para estar en sintonía con Dios.
Si la mirada de la fe, no se cumple desde la condición de los excluidos de la historia, de los sin nombre, estará congelado el corazón de los creyentes y los templos físicos no tendrán función, ya que se habrá pretendido un culto, sin estar a paz y salvo con ese «otro», que lleva el nombre de prójimo y que por el hecho de ser objeto de redención, permanece a la espera de que unos llamados cristianos sean los encargados de aproximarse a su realidad, a nombre del Cristo que predican en los templos, pero que temen encarnarlo desde el laberinto humano donde se pone a prueba aquello de «adorar a Dios en espíritu y en verdad».
Así de desafiante y difícil está resultando la experiencia de fe, en el mundo de nuestros días, cuando desde los templos se ven salir multitudes de creyentes, sin que se produzca el gran remezón histórico, con base en el trabajo por toda justicia, como signo de que se pueda estar llegando a Dios a través del contacto liberador con los pobres.
La salvación hace suponer precisamente el duro peregrinaje al lado de los sufrientes de la tierra, los excluidos del banquete de la vida, por haber caído el manejo de los recursos del planeta en manos de epulones, los de la religión de lo excluyente, los que ni siquiera son tocados desde lo institucional de tantas iglesias; desde sus mismos templos de culto y de predicación insistente sobre los preceptos de «amor a Dios y amor al prójimo”.
Si se le falla a los pobres, se le estará fallando a Dios, sostienen los pocos cristianos que a esta hora, buscan transformar el concepto de templo, justificando la fe, desde la marcha solidaria con los pueblos que aparecen aprisionados por Estados, gobiernos, sociedades excluyentes, donde a veces campea, el simulacro de adhesión a Cristo empleando el aterciopelado lenguaje acerca de los Mandamientos Pilares; el del «amor a Dios y amor al prójimo».
Romper con estas situaciones de petrificación, de endurecimiento del corazón, de privilegios y acomodamientos, de proyectos rentables, a nombre de la misma fe, es tarea dura y difícil para los únicos defensores de los pobres, unos cristianos con talla de profetas, que lejos del montaje y estructuras de lo institucional, se han agarrado del mismo Evangelio, para insistir en lo esencial: Vivir en Cristo desde la preferencia por los pobres.
Este precepto definitivamente se quedó en letra muerta, ya que de los templos no están saliendo los creyentes para tornar vivo y actuante el culto a la vida, desde la gran defensa que hay que asumir en favor de los débiles, los excluidos por los prepotentes del mundo, los de la gran risotada «diabólica», atragantándose con cuanto han logrado, desconociendo derechos elementales de los lázaros de la historia.
Tremenda complicidad y omisión, si a esta hora no se sacuden los llamados “cristianos”, para tratar de ponerse a tono con el Dios de la historia, el mismo que a través de Jesucristo, dejó claro que sin el precepto de amor desde lo humano o sensible, frente al desvalido, al caído, al marginado, al desconocido, no habrá tal amor a Dios. Entonces, todo culto, resultará vacío al haberse congelado el corazón.
“Oh Padre, que has hecho todo por amor, y eres la más segura defensa de
los
humildes, danos un corazón libre de todos los ídolos, para servirte sólo a ti,
desde
la condición de los pobres”. Al menos, esta puede ser la plegaria del profeta en
nuestros días.