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«Siéntate derecha, no abras las piernas, no pelees, usa jardinera, mantente correcta, no malinterpretes…». Sentada en el pupitre, contenía la respiración, tratando de llevar mis piernas hacia atrás, cruzándolas y apretándolas. Bajaba mi falda hasta que cubriera más de cinco centímetros por debajo de la rodilla, y subía mis medias hasta sentir cómo cortaban la circulación en los dedos de los pies, todo para no dejar ni un centímetro de piel expuesta. El sudor corría por debajo de mi bicicletero, y no alzaba la mirada, solo esperaba que la clase terminara para poder descansar durante una semana.
Capítulo 3: Clases en sombras
“El profesor sacó del salón a todos los estudiantes, dejando solo a la niña de 11 años… según relata la menor, logró liberarse del profesor como pudo y salió corriendo; empezó a gritar, encontrando a una docente que la ayudó a encerrarlo y llamó a la Policía, que capturó al docente”. Este es un resumen del desgarrador relato sobre la denuncia de presunto abuso en la Escuela Normal Superior Santiago de Tunja.
Aunque este caso sacudió recientemente a la capital boyacense, estudiantes y organizaciones sociales afirman que no es el único en ese colegio ni en otras instituciones educativas de la ciudad. De hecho, varias voces que me han contactado hablando de acoso sexual y abusos reiterados. “Todos sabíamos cómo era él y la protección que tenía en el colegio. Ya había denuncias, eso se sabía, pero lo cambiaron de jornada para evitar que se encontrara con quienes se declararon víctimas”.
Más allá de lo repugnante de estos casos que exponen aulas inseguras, es lamentable que se conocieran antecedentes de estos abusos, y que las directivas hayan preferido mantenerlos en secreto para «proteger la reputación» de docentes y del establecimiento.
Desde pequeña, he pensado que las aulas no nos enseñan a cuidarnos ni nos protegen; más bien, imponen exigencias que con el tiempo resultan absurdas: la falda obligatoria para las niñas, los cinco centímetros de jardinera por debajo de la rodilla, el no opinar y casi dejar de pensar, todo en el marco de manuales de convivencia desactualizados que poco reconocen peligros como el que ahora se expone, y mucho menos contemplan protocolos de denuncia.
“Normalicé que fuera el profesor todo bien, que me pusiera sus manos en mis piernas para hablarme, que halara mi falda cuando estaba con la banda. No abría las piernas, no peleaba, no alegaba, me mantenía correcta y evitaba sobrepensar para no malinterpretar el cariño del docente. Jamás me imaginé que esto pasara, y siendo sinceros, a nosotras nunca se nos habló de acoso. Si alguien se quejaba, lo miraban con malos ojos, así que para qué nos desgastábamos. Hoy creo que tuve un silencio cómplice y solo espero que más niñas no hayan sido ni sean abusadas”, escribió una exalumna.
Las más grandecitas
“Las chicas de la facultad están asustadas, el tipo las cita en otros sitios y dicen que él venía con antecedentes de otros lugares. Ellas no quieren hablar con nadie porque reciben amenazas, y en la universidad temen un escándalo, por eso están tratando de conciliar”, nos contó un integrante de una prestigiosa universidad católica de Tunja.
Esta denuncia data de meses atrás. Nos contaron cómo a las estudiantes les pedían ropa insinuante, las chantajeaban con notas y hacían otras proposiciones alejadas de lo académico y cercanas a vulnerar sus cuerpos.
Su suplicio pasó por voces que decían que ya estaban grandecitas y podían defenderse, hasta influencers que obligaron a la universidad a tomar medidas, bajo la amenaza de hacer virales los hechos, que terminaron siendo de conocimiento de la Personería municipal y del Ministerio de Educación.
Solo hace una semana se me informó que dos docentes y un decano fueron retirados de sus cargos por estar involucrados. Pero también sacaron a otras personas de la universidad que ayudaron y acompañaron el proceso de las víctimas.
No se laven las manos
En estos casos, como en otros que he expuesto aquí, se ha mencionado que no se puede afectar el derecho al trabajo de cualquier persona acusada de acoso. Sin embargo, la Ley 2365 de 2024, que adopta medidas de prevención, protección y atención del acoso sexual en el ámbito laboral y en las instituciones de educación superior en Colombia, obliga a las entidades, especialmente si son públicas, a dar seguimiento a los casos en el contexto laboral, bajo la propia definición de acoso sexual:
«Todo acto de persecución, hostigamiento o asedio, de carácter o connotación sexual, lasciva o libidinosa, que se manifieste por relaciones de poder de orden vertical u horizontal, mediadas por la edad, el sexo, el género, orientación e identidad sexual, la posición laboral, social, o económica, que se dé una o varias veces en contra de otra persona en el contexto laboral y en las Instituciones de Educación Superior en Colombia».
Responsabilidades compartidas: todo puede empeorar
Hablar de violencia de género, como he hecho en esta serie de columnas, no es un capricho ni un ataque contra los hombres. Los casos aumentan día a día. La Procuraduría misma reconoce que es un problema estructural «que implica un desequilibrio con graves consecuencias para ellas en los ámbitos social, familiar, laboral, político y cultural, entre otros». Es una cuestión de responsabilidades compartidas entre la sociedad y la administración pública.
¿Puede ser peor? Sí, lamentablemente sí. De un acoso a un abuso hay una delgada línea que se cruza con la oportunidad que los agresores puedan tener.
Según cifras publicadas por el docente e investigador Jacinto Pineda, «en Boyacá, de enero a mayo de 2024, 269 personas han sido víctimas de presunto delito sexual, de las cuales el 89,2% son mujeres. El 49,6% de las mujeres violentadas son niñas entre 10 y 14 años, y el 64,3% están en el rango de edad de 0 a 14 años», según Medicina Legal.
¿Quién las cuidará?
*Esta columna cuenta con un primer capítulo: La violencia no es ropa sucia que se lave en casa