¿Técnócratas o políticos? un debate incesante en administración pública

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Un Estado cada vez más especializado requiere de la experticia del tecnócrata, como la democracia de la política. Cada uno en su espacio, aunque compartan escenario; el problema es cuando el partido y su proyecto político cooptan la acción del Estado.

Por | Jacinto Pineda Jiménez, docente de la ESAP

Un incesante debate ha marcado la historia de la administración pública, la separación y/o relación entre administración y política. Los primeros pregonan el carácter técnico y especializado del quehacer del Estado, por lo tanto, su administración eficiente conlleva al reclutamiento de un saber técnico dentro de sus funcionarios. En segundo plano se impone la concepción que lo político es la esencia de la administración pública, por ende, el servidor público vinculado que orientar la acción estatal, debe ser afín al proyecto político, el cual legal y legítimamente ha elegido en democracia el ciudadano.

Una línea imaginaria recorre el panorama, en sus extremos posturas de gobiernos quienes dejan la dirección del Estado exclusivamente a tecnócratas o aquellos que prefieren vincular activistas políticos, quienes garantizan un proyecto político. Pero la línea no es de negros o blancos, por el contrario, los grises fortalecen la acción pública, en el sentido del variopinto de funciones, tareas y responsabilidades que se asumen dentro del Estado. Me refiero al carácter especializado de algunos empleos o por el contrario el sentido político de otros, donde predomina la negociación con actores políticos, sociales o económicos.

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La historia de esta conflictiva relación se remonta a Garfield, expresidente de Estados Unidos, quien caminaba por la estación del tren en Washington, un 2 de julio de 1881, cuando fue atacado por un abogado, el cual le disparó en dos oportunidades. El presidente moriría, se afirma, no a causa de las balas sino del posterior tratamiento. El victimario un reconocido buscador de empleos, quien disparó al presidente por no haberle cumplido con el supuesto botín acordado, el consulado de París. La reacción del país del norte fue la radical independencia entre partido político y administración, que se expresó en las normas y teorías, lideradas por el expresidente Woodrow Wilson. Así se impuso la concepción de una administración pública, que igual a la privada, debería caminar a la eficiencia técnica. Hoy esta escuela es muy fuerte, y nada con vigor en medio de las corrientes gerencialistas y de toma de decisiones técnicas en el Estado.

Por estas tierras se impuso la concepción francesa, donde lo político es la esencia de administrar el Estado. Claro se le agregó el propio sello de una nación donde la administración pública ha sido un botín de guerra. En el siglo XIX y parte del XX las luchas partidistas en Colombia profundizaron la indisoluble relación administración y política, convirtiendo la administración en el trofeo más apetecido luego de las arduas batallas. Siempre la gobernabilidad ha estado supeditada a las componendas políticas, en ocasiones con movimientos políticos que se convierten grupos de presión y chantaje, y gobiernos que afanosamente buscan las mayorías en la distribución burocrática de la administración. Prácticas que han alimentado la corrupción y desidia del Estado.

En medio de este panorama también se ha fortalecido una racionalidad técnica en ciertos empleos y entidades, tanto en el orden nacional, así como a nivel territorial. Procesos como el de planeación, presupuesto, gestión administrativa y en general la estructuración de proyectos y políticas públicas recaen en tecnócratas. Son empleos que con buenas practicas los mandatorios excluyen de cualquier negociación política, pues consideran que estos empleos son fundamentales para la gestión estatal. Cada día crece en mandatarios la conciencia que la base de la capacidad institucional es el conocimiento y que las decisiones de varios procesos se deben dar desde la experticia técnica.

El Estado contemporáneo debe liderar ciertos sectores con unidades altamente especializadas, donde la credibilidad, la confianza de los actores Estatales y no Estatales descansa sobre la experticia de las personas e instituciones. De igual manera, las profundas transformaciones que experimentan las sociedades, generadas por la irrupción de los cambios tecnológicos, económicos, sociales y políticos incluyen indudablemente las administraciones públicas. Retos y desafíos que debe asumir el Estado orientado por la capacidad, la idoneidad de sus instituciones. La selección de estos empleos y en general los del nivel directivo no pueden perder de vista el mérito en el marco de la discrecionalidad del nominador. Claro que la visión política inmersa en el plan de desarrollo debe sopesarla, pero es inobjetable que la prioridad son las competencias requeridas para ejercer el empleo. Ofende a la sociedad cuando la mediocridad es la que gobierna en una Colombia cada vez más competitiva en el sector educación, gracias a la calidad demostrada de sus universidades.

Insisto, no se trata de construir muros entre él político y el tecnócrata. Tampoco se debe condenar y estigmatizar la actividad política en la sociedad, como no se debe relegar la visión política de un gobierno, legitimada en la democracia. Pero tampoco se debe condenar a las instituciones publicas al activismo político, convirtiéndolas en sedes de los directorios políticos. No, lo político imprime el sentido a la acción, pero es la administración, con su racionalidad técnica la que conduce el Estado. Por favor entiéndase que lo político tiene sus propios escenarios, de lo contrario continuaremos asistiendo a este espectáculo donde los partidos políticos cooptan la acción del Estado.

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