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Por | Mateo Eduardo López Ramírez

Quisiera poder saltarme el preludio de esta historia y decir que no fue relevante, que se trató de un viaje en bus como cualquier otro, pero no sería del todo exacto. Sí, durante un tiempo fue bastante convencional. Desde que mis compañeros de semestre, la profesora y yo subimos al vehículo estacionado frente a la Universidad de Boyacá, hasta dejar la ciudad de Sogamoso atrás por varios kilómetros todo era normal y corriente. Desde las cinco y media hasta las siete de la mañana, aproximadamente. Y luego, el paisaje cambió.

Un nuevo ecosistema, propio y exclusivo de los páramos

Aunque no nos diéramos cuenta, el vehículo subía por las montañas, revelando un nuevo ecosistema, propio y exclusivo de los páramos. Los famosos frailejones (era la primera vez que los veía en persona) eran el actor principal en aquel escenario tan distinto de todo lo que había visto en mi vida hasta ese momento. Mientras que, en otras regiones de Boyacá, nunca faltan los árboles, los sembradíos y las casas a uno y otro lado de la carretera, aquí había planicies de pasto color verde apagado, cultivos casi inexistentes, poquísimas casas. Parecía otro mundo. Lo era.

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Dejamos atrás el monumento conmemorativo del Páramo La Sarna, lugar tristemente recordado por ser el lugar de una masacre acontecida en 2001: un bus de transporte intermunicipal que se dirigía a Labranzagrande fue detenido por hombres armados, quienes obligaron a los pasajeros a bajar. Una vez en el suelo, quince personas fueron ejecutadas a sangre fría. Solo tres de los ocupantes sobrevivieron. Ese día fue el primero de diciembre.

Mientras pasábamos frente al monumento, la profesora nos contó brevemente la historia. Era alrededor de las siete de la mañana del viernes 11 de noviembre del año 2022 y, casi veintiún años después, aquel episodio aún duele. La versión oficial es que miembros de las Autodefensas Unidas del Casanare buscaban a un insurgente del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Al no hallarlo, acusaron a los civiles de ser cómplices. Pero, como se verá más adelante, sigue sin esclarecerse qué ocurrió en realidad.

Tras dejar el monumento, nuestro bus se desvió de la vía principal y tomó por una trocha. El paisaje, bello, se volvió aún más interesante visto de cerca. Los bosques característicos del páramo eran frondosos, con árboles ligeramente robustos y altos. En algunos puntos, de hecho, el suelo tenía una tonalidad rojiza. No soy geólogo ni botánico, pero supuse que sería por alguna sobresaturación en minerales, o por el mismo clima húmedo de la zona. Mientras, el bus seguía subiendo por los caminos, por las veredas. Subía y subía.

Y, cuando finalmente llegamos al Páramo de Siscunsí, la belleza absoluta inundó el lugar cuando bajé. El lugar, salvo una casa destinada para ciertas actividades puntuales y los ya mencionados frailejones, estaba totalmente desierto. Vacío. Solo se veía una subida que parecía interminable, todo rodeado por las montañas, los Andes que recorren nuestro país. Era tranquilo, tanto que el viento ni siquiera se escuchaba. Hacía frío, pero era muy acogedor. Sentía como si hubiese tenido el privilegio de estar en el último lugar de la Tierra.

Bienvenidos turistas: por favor, aléjense

Todos bajamos del vehículo. Mientras algunos de mis compañeros acudían a un baño adecuado cercano, la profesora, Holmer (un invitado a la excursión) y yo hablamos con los guías, a quienes habíamos recogido previamente, y comimos algo de bocadillo. Aquí debo disculparme con el lector pues, desde ese momento, no solo perdí completamente la noción del tiempo, sino que no tomé ninguna fotografía del lugar. Quizá sea poco profesional, pero era la primera vez que visitaba un páramo: no quería perderme de nada, y siempre he preferido grabar algo a fuego en mi memoria, en vez de tener una fotografía.

Nuestro guía se llamaba Berny Bello, bogotano de treinta y seis años. Su acompañante, un muchacho hijo de las familias de la zona, era Carlos. Fui observando el entorno mientras nos presentábamos. La entrada al Parque Natural Regional Siscunsí Ocetá estaba guardada por una simple valla móvil con alambre de púas. Dos letreros oxidados estaban en él. Del segundo, no se sacaba nada en limpio. Del primero, solo se distinguían unas cuantas palabras: cóndores, distancia segura, no acercarse demasiado.

Los turistas no son generalmente bienvenidos acá

Me terminé mi bocadillo sin darme cuenta. Mi atención se centró en la envoltura: parecía hecha de material orgánico y biodegradable. Solo por saber si era posible, le pregunté a Berny si se podía tirar la envoltura a un lado. Me dijo que no, y no solo por la cuestión estética de cómo se vería el lugar. De hecho, en ese páramo no se puede botar nada al suelo. El ecosistema es muy delicado. No se puede ni siquiera realizar necesidades fisiológicas en el suelo. El páramo es un lugar muy húmedo, y el suelo tiende a absorber todos los nutrientes y minerales, que son llevados a la laguna de la zona a través de corrientes subterráneas. Todo va a parar a la reserva de agua que alimenta a Sogamoso y otras poblaciones cercanas. El agua es pura y muy potable, pero el paso del tiempo causa un proceso de sedimentación. Eventualmente, la laguna podría secarse.

Por esto mismo, los turistas no son generalmente bienvenidos acá: pese a que en la página del SITUR (Sistema de Información Turística de Boyacá) propone este lugar como punto de interés, y otras páginas incluso hablan de posibles acampadas en este lugar, el propio Berny, que lleva seis años fungiendo como trabajador y guardián del páramo, me dijo que los grupos de personas suelen afectar negativamente el lugar, especialmente los grandes. Tampoco entiende la hipocresía de muchas personas, que van hasta allá solo para tomarse unas cuantas fotos para redes sociales, y quizá hacer senderismo, pero no saben apreciar ni la belleza ni la importancia del páramo.

Entrada al páramo. Foto | Andrés Felipe Vargas

—El páramo… Ni siquiera deberíamos pisarlo —me dijo Berny en la entrevista que le hice, varias horas después —. Así, cuando el gobierno decida comprarle los predios a los campesinos, algo va a pasar con el páramo. Pero mientras sigamos en esta dinámica de que el campesino, para vivir, necesita sembrar y tener ganado, cada vez vamos a ir deteriorando más este ecosistema.

Deberían ser territorios vírgenes y completamente ajenos a la humanidad

Incluso a esas alturas, tres mil setescientos metros sobre el nivel del mar, es posible cultivar papa y, principalmente, tubérculos, así como tener ganado. Posible, no deseable, no adecuado. Los páramos, recalco, son sitios extremadamente delicados e importantes, demasiado como para siquiera entrar en ellos. Quizá deberían ser territorios vírgenes y completamente ajenos a la humanidad, pero nuestra propia mano e historia han hecho que nosotros mismos seamos los encargados de cuidar y proteger estas zonas.

Nuestro grupo era grande, así que nos dividimos en dos más pequeños. Carlos se encargó del primero y fueron por delante de todos. Berny, la profesora, Holmer, unos amigos y yo, fuimos después. Entré al Páramo de Siscunsí y, aunque no se sentía como un sitio mágico, espiritual o ancestral, el silencio, la zona, el frío y solitario viento me hicieron sentir una suerte de respeto contemplativo mientras subíamos, camino hacia el origen del agua.

Ya no hay cóndores que entierren

Nuestra primera parada fue unos tres o cuatro minutos antes de empezar a andar. Nos habían comentado de esta problemática en el camino, y Berny aprovechó para mostrárnosla de primera mano. Se acercó a uno de los frailejones y, con cuidado, apartó las hojas de la planta. Yo tengo una extraña condición llamada tripofobia (miedo al patrón repetitivo), que me hace sufrir sensaciones muy desagradables al contemplar ciertas texturas. La que vi en aquel momento fue una de ellas. Me aparté rápidamente, pero no sin antes alcanzar a ver una especie de polvillo blanco dentro de las hojas del frailejón.

Más tarde, el guía me mostró una foto más cercana de ese polvo, y me comentó a profundidad cuál era el problema: dentro del mismo se acababa de descubrir una especie de animal o insecto de pequeño tamaño, similar a las cochinillas, nunca antes visto en el Páramo, que empezaron a habitar y alimentarse de estos frailejones. Y esto, aunque no lo parezca, es algo de mucha gravedad.

—Sabemos que pertenece a la familia de las cochinillas, pero todavía no sabemos exactamente cuál es este individuo. Hay que investigar más para estar seguros de qué estamos investigando —señaló Berny. Este dato, por sí solo, es descorazonador, pues no se tiene información real de qué es lo que está pasando. Además, y según reconoció nuestro guía, este animal no es nativo del área.

Berny cree que la aparición de estas cochinillas se debe al aumento global de la temperatura

Y eso no es todo. Los frailejones son los principales “almacenes” de agua dentro de un páramo y, al devorar sus hojas, las cochinillas limitan la cantidad de líquido que estos pueden absorber. Como consecuencia, los recursos hídricos de la zona se han visto mermados en un veinticinco por ciento, lo cual es muy preocupante, pues cada vez se reproducen más rápido. Berny cree que la aparición de estas cochinillas se debe al aumento global de la temperatura: al aumentar la misma, estos animales ahora pueden existir en el lugar.

Se enviaron muestras al semillero de Biología de la Universidad Javeriana, pero aún no hay resultados al respecto. Por otro lado, Corpoboyacá, la principal organización ambiental en la región, brilla por su ausencia.

—Hemos estado haciendo las denuncias desde hace unos seis meses a través de redes sociales, y hace más o menos dos semanas vinieron los de Corpoboyacá con los del Instituto Humboldt a hacer unas pruebas que nosotros ya habíamos hecho. Quizá hubiera estado bien por parte de ellos que se hubieran comunicado con nosotros para así poder compartir la información que tenemos. La idea es trabajar en sinergia: comunidad con instituciones.

Le pregunté si un factor en contra era la lejanía y la inaccesibilidad de la zona.

—Sí, quizá influye un poco, aunque ellos tienen camionetas y vehículos en los que pueden venir. En vez de que el director esté sacándose fotos y tal, podrían estar haciendo otras cosas más interesantes. Entendemos que el director de Corpoboyacá es Diseñador Industrial, y sería bueno que el director de dicha organización haya estudiado algo en relación con el ecosistema, ¿no? Un biólogo, un ingeniero ambiental, un geólogo… —pese a todos los esfuerzos hechos hasta el momento de escribir estar líneas, la investigación sobre las cochinillas no ha llegado a un punto claro y, debido a ello, me veo obligado dejar este punto por acá.

El risco de los cóndores. Foto | Diana Carolina Bonilla.

A todo esto, seguíamos caminando. Ya me habían dicho que era un recorrido largo, pero no me importaba. Me gusta caminar, y me gusta caminar aún más en sitios tranquilos, sin exceso de ruido, donde puedo dejar que mi mente divague, contemplar el paisaje que, de nuevo, era bellísimo. La belleza del territorio puede ser, a su vez, aterradora.

Llegamos a un sitio muy especial, un nido de cóndores construido por la comunidad. Queda en un pico aledaño a un precipicio de, por lo menos, quince metros de altura. De ahí, solo había unas cuantas rocas en la ladera, el suelo duro y húmedo esperando a cualquier incauto que pisara mal y una larga cuesta abajo hasta el fondo del valle donde, a lo lejos, podía verse la casa de uno de los poquísimos “vecinos” de la zona. Pese al miedo que me producen las alturas, me atreví a asomarme un poco. En mi prisa por retirarme no me fijé en que, desde ese ángulo, una de las laderas aledañas asemejaba a un rostro humano, un antiguo cacique de la zona, según nuestro guía.

Berny nos contó la historia de ese nido, pues pasa y resulta que, sí: hay cóndores en Boyacá, y hay cóndores en los páramos, pero hubo una época en la que casi se extinguieron.

«Dependen enteramente de los cuerpos en descomposición»

—Por poco nos quedamos sin nuestra ave insignia —bromeó en cierto punto, con amarga ironía—. De hecho, ya no hay más cóndores en la zona. Estos animales son carroñeros por naturaleza. No cazan y no podrían capturar, matar y devorar a una presa, pues no está en su instinto. Dependen enteramente de los cuerpos en descomposición, y esa es la razón por la que se fueron.

En el año 2009 varios cóndores, traídos directamente desde el Zoológico de San Diego (California, Estados Unidos) fueron liberados en la zona como parte de un proyecto de recuperación para la especie. Este, naturalmente, era financiado, y los campesinos de la zona solían llevar cuerpos de vacas y otros animales para alimentar a los carroñeros. Cuando el dinero se acabó, también lo hicieron los insumos para las aves, y estas migraron a sitios con más comida. Según Bernie, hoy en día hay cóndores en Labranzagrande, Pisba y hasta El Cocuy.

Mientras nos hablaba, examiné la estructura, tallada directamente en piedra y con un techo improvisado por los pocos lugareños. La fachada, a causa de las lluvias torrenciales, se había derruido hacía ya mucho tiempo y, aunque quedaran cóndores, no podrían anidar allí. Berny tiene la esperanza de reconstruirlo en un futuro, pero no pude evitar asociar la imagen de los carroñeros con el monumento en La Sarna. No pude evitar pensar que “cóndores no entierran todos los días”, y ahora tampoco hay cóndores que entierren.

Nido de cóndores. Foto | Paola Valentina Sánchez

Belleza dura y hostil

El nido de los cóndores es el lugar más alto que llegamos a visitar, rondando los tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Para mi eterna lástima, no pudimos visitar punto más alto de todo el páramo, que ascendía a los cuatro mil metros, pues el tiempo apremiaba. Tras la subida, empezamos a bajar, encaminándonos a la laguna.

Descenso a la laguna de Siscunsí. Foto | Andrés Felipe Vargas.

Llegamos a un sitio algo complejo de sobrellevar. Parecía un manglar, un pantano. El suelo rezumaba agua. Donde quiera que pisaras, se escuchaba un sonido húmedo, y el líquido dador de vida manaba. Debíamos seguir un camino con algo de cuidado. Unas plantas endurecidas marcaban el sendero, seguro sobre aquel lodazal tan curioso. Un paso en falso y podías hundirte hasta el tobillo o, peor aún, hasta la cintura.

El terreno era complicado. Varios de mis compañeros resbalaron en un par de ocasiones. Yo igual, y caí de sentón en el barro, con mis tenis hechos una miseria. Pero no me importaba. “Gajes del oficio”, pensé. Yo sabía a lo que iba, un trabajo de campo. Si no estoy dispuesto a ensuciarme y vivir el entorno mismo al que voy, no puedo ser un buen periodista. Me levanté y seguí adelante con el grupo.

El sitio era bello y hermoso, pero no era para la humanidad. No es para que alguien viva allí

Era el páramo, pero hacía un día muy bonito. Había llovido toda la noche y el color verde estaba en su máximo esplendor. Las nubes negras y grises, típicas de una zona húmeda y lluviosa, de vez en cuando daban paso a un sol tibio y agradable. No llovía ni hacía tanto frío. El clima era fresco, perfecto para una caminata al aire libre. Algo que me sorprendió es que muchos frailejones, lejos de ser pequeños, igualaban o superaban en estatura a un humano adulto. Berny nos comentó que había unos que llegaban a los dos metros de alto. Y, mientras caminábamos hacia la laguna, cada vez más cercana, me daba cuenta de que el sitio era bello y hermoso, pero no era para la humanidad. No es para que alguien viva allí.

La fauna y flora del lugar es muy variada pero, tal y como Berny me dijo más tarde, el páramo es un lugar muy duro y hostil.

—Es un lugar muy fuerte, donde las personas son muy fuertes, el carácter de las personas es muy fuerte. El clima, los animales son muy fuertes… La primera imagen que tuve del lugar cuando llegué acá es que todo era muy rudo, y no sabía si lo podía lograr.

La biodiversidad es sorprendente, y tan solo un metro cuadrado puede tener múltiples tipos de frailejones, líquenes y musgos. Plantas que captan el dióxido de carbono del aire y lo purifican, como la “Suda”, la “Pega-pega” o la “Pegajosa” también pueden hallarse en la zona. La fauna, así mismo, es exuberante. En el Páramo de Siscunsí pueden hallarse venados de cola blanca, el colibrí Oxypogon stuebelii (también llamado Chivito de Páramo, nativo y exclusivo de los Andes colombianos), tinajos, patos, zarigüeyas, faras y hasta pumas. Esos últimos, no interesados en los humanos, acechan a sus presas aprovechando la niebla y el clima frío. Cuando llega el verano, emigran a territorios más fríos y con abundancia de animales.

Lejos de ser agua pura, fresca y potable, es recomendable no beberla

Este es un lugar que puede ser tanto una maravilla natural como un cáliz envenenado. Un ejemplo de esto son las turberas, humedales profundos que son la cuna de nacimiento para toda el agua producida en el páramo. El frailejón capta el agua y la desvía en su forma más natural a la turbera. Sin embargo, lejos de ser agua pura, fresca y potable, es recomendable no beberla, ya que está altamente mineralizada con hierro, fósforo e, incluso, algunas bacterias, en niveles tan altos que podrían causar severos malestares en un ser humano. En algunas regiones del planeta, las turberas pueden tener tantos minerales concentrados que el agua es casi ácida.

Laguna de Siscunsí. Foto | Laura Fernanda Cortés.

De las turberas, el agua se filtra a través de la tierra y las plantas, poco a poco, hasta llegar a la laguna y, pese a conservar un ligero sabor mineral y vegetal, ahora es pura y apta para el consumo humano. El agua potable más pura y refrescante puede hallarse aquí y en una quebrada que también alimenta a la laguna. Tras una o dos horas de caminata, finalmente llegamos a la Laguna de Siscunsí.

Allí descansamos durante una hora, más o menos. La laguna es grande, y sus aguas son heladas y grises. A los alrededores, un buchón poco común, un alga, circundaba el lugar, dándole un aspecto algo sucio y descuidado, para nada comparable con una pequeña caída en escalones artificiales que desemboca en una quebrada, la cual alimenta a todas las familias de la zona. Varios kilómetros más abajo hay una planta de tratamiento de agua que, si bien no es necesaria, el gobierno obliga a los lugareños a tenerla. El sol brillaba en lo alto, estaba casi en su cénit. Era hora de regresar.

Quebrada que nace de la laguna. Foto | Paola Valentina Sánchez

Historias de los guardianes

Mientras regresábamos, cuesta arriba, Berny Bello me contó su historia. Es bogotano, de treinta y seis años, con cabello castaño largo que le caía sobre los hombros (a veces recogido con una liga y, a veces, despeinado por el viento), barba poblada y un saco de lana de múltiples colores que, cuando lo vi por primera vez, me pregunté si no sería miembro de alguna tribu indígena. Estudió Ingeniería en Seguridad en Buenos Aires, y es especializado en calidad y disposición final de residuos. Visitó la Patagonia Argentina y aprendió sobre permacultura.

Al regresar a Colombia, no se halló a sí mismo en la ciudad, por lo que decidió establecerse en el páramo. Pese a sus impresiones iniciales, se enamoró del lugar, de las comunidades y de su labor. Lleva ya seis años trabajando con los lugareños, protegiendo el páramo y ayudando en todo lo que pudiera. Ha conseguido herramientas para el colegio de la vereda Las Cañas (la mayor de toda Sogamoso, en donde está ubicado el páramo), hace talleres culturales, murales y pintura con los chicos y varias fundaciones de la ciudad.

Visitando a los guardianes. Foto | Andrés Felipe Vargas.

Berny, junto a algunos colegas, creó un proyecto de turismo regenerativo, que busca reivindicar el ecosistema y quienes lo habitan, el habitante de páramo, el campesino, y está enfocado en la investigación del páramo, la recuperación del mismo, el establecimiento de los habitantes como ejes fundamentales y guardianes del agua y la montaña y la concientización sobre la importancia del ecosistema, todo enmarcado desde el turismo responsable y reflexivo.

—La idea es luchar contra esos grupos de setenta, ochenta, cien personas que vienen a sacarse la foto con el frailejón, a dejar los paquetes y luego irse a la casa. El turismo es negativo, pero acá queremos utilizarlo para cambiar algunos hábitos como la ganadería o la agricultura —explica—. Mi experiencia en el páramo ha sido muy gratificante. Me hace sentir vivo y útil. Está bien cómo nos queramos desarrollar como personas, pero sí pienso que no vinimos al mundo en búsqueda de material y de riquezas. No sé cómo definas tú la riqueza, pero para mí es sentirme útil, poder ser feliz y desarrollarme como persona.

Berny no era el único con historias que contar, y nuestro itinerario aún no concluía. Una vez regresamos al bus, dejamos atrás la reserva natural y empezamos a bajar por la montaña. Llegado cierto punto, nos detuvimos. La profesora y nuestro guía habían conseguido que algunas familias de la zona nos concedieran entrevistas, así que nos dirigimos a sus domicilios. Todos ellos han ayudado a Berny en su labor comunitaria y ejercen como guardianes del páramo.

A falta de otra solución, algunas basuras como los plásticos los entierra o los quema

La primera de ellas fue doña Genoveva, mujer de edad ya algo avanzada que vive cuidando animales como vacas, ovejas y cabras. Natal de la zona, ha pasado toda su vida en aquel lugar, y vive acompañada de su hija y algunos perros. Se enfoca en el cuidado del ambiente y el ecosistema. Su esposo, actualmente, está ejerciendo como guardapáramo. A falta de otra solución, algunas basuras como los plásticos los entierra o los quema. Y, pese a ser soluciones que de una u otra forman contaminan, lo cierto es que la vereda está muy alejada de todo, y no existe un sistema apropiado de recolección de basuras, amén de muchas otras carencias. Desde mucho antes de que Berny llegara, de hecho, se habían enviado múltiples solicitudes a la ciudad y a entidades como Corpoboyacá para que prestaran ayuda y logística en este tipo de problemáticas, pero nunca han recibido respuesta.

Ella nos comentó que, cuando ella era niña, el agua se debía sacar desde una zanja a varias horas de su casa. Las condiciones de vida eran muy duras. La poca educación que recibía era considerada como un tesoro, sin importar que lloviera constantemente y que tuviera pocos zapatos y mudas de ropa. Hay algo que le preocupa: el cambio climático. Desde hace veinte años ella ha notado que el clima ha empeorado, y que los cambios de temperatura, sequías e inundaciones son cada vez más extremos. Su testimonio refleja la triste realidad de aquellos tiempos: en invierno, no era posible transitar por ningún lado sin puentes de madera; en sequía, el verde tan vivo del páramo era reemplazado por un marrón apagado, seco, quemado.

Entrevistando a doña Genoveva. Foto | Diana Carolina Bonilla.

El verde tan vivo del páramo era reemplazado por un marrón apagado, seco, quemado

Lo más triste es que, como ella misma reconoce, a las organizaciones, a los gobiernos y los políticos no les interesa preservar el páramo.

—Uno ya no cree en nada. Uno ya no confía en nada. A veces, escucha uno que Corpoboyacá lo saca a uno del páramo, que no lo deja trabajar, no le deja cuidar sus animales… Uno ya no haya a qué atenerse. Así, es mejor que lo dejen solo a uno, para poder seguir protegiendo lo que nos pertenece.

 Tras despedirnos de la mujer, fuimos a visitar a la segunda familia. Doña Ángela, madre de Carlos y una niña pequeña, nos recibió en su hogar y, después de ofrecernos agua de panela con cuajada y pan, nos contó su historia, mientras afuera caía una ligera llovizna. Pese a que, durante su infancia y en la época de sus padres y abuelos, el páramo era cultivado de forma constante y usado para la ganadería, eso fue cambiando con el tiempo. La agricultura ahora se practica de forma mucho más responsable y ella tiene una pequeña huerta en la que siembra para el consumo de su familia.

Su abuela, que la crio desde niña, le enseñó una receta para destilar chirrinche, un tipo de aguardiente a base de panela. Su madre, ausente, no estuvo con ella durante su infancia. Su saber, ancestral. Nos contó una leyenda local, que venía desde hace muchísimos años. En una locación cercana hay unas piedras que, curiosamente, parecen quemadas. La historia reza que, en aquella época, el Diablo se disfrazaba de oveja y obligaba a los pastores a despulgarlo. Cuando los lugareños se cansaron de la situación, lo emboscaron un día, lo cubrieron de paja y le prendieron fuego, dejando las piedras del lugar completamente negras.

Pero ella también tenía otra historia, una mucho menos jocosa, que llegó a sus oídos poco después de la masacre de La Sarna: uno de los vecinos del lugar tenía un hijo que se había alistado en la policía. Cierto día, el muchacho volvía a casa, cuando se enteró de aquella situación. Doña Angélica cuenta que el chico sabía lo que los policías iban a hacer, y que las fuerzas armadas estaban involucradas en ello. Lo que no sabía era que su padre también estaba en el bus, y fue uno de los asesinados. Según ella, el joven le confesó todo a su madre en una carta, antes de acabar con su propia vida. ¿Qué pasó realmente en La Sarna? Y más importante aún, ¿por qué tuvo que pasar eso? Quizá sea mejor nunca conocer esas respuestas.

La última familia, que se encontraba en la casa de Berny, nos recibió cuando ya había dejado de llover y el sol brillaba nuevamente. Doña Gloria, nuestra anfitriona, nos comentó cosas sobre su infancia y juventud. Tuvo que criar a sus hijos sin la ayuda de su marido, el cual murió joven y asesinado. El territorio del páramo, históricamente, también fue muy afectado por la violencia y el conflicto armado, especialmente por las guerrillas y grupos paramilitares, que constantemente acosaban a la población civil.

Al final la construcción fue abandonada y el dinero desapareció

Doña Gloria, pese a su edad avanzada, tiene una memoria prodigiosa, y lo demostró arrojando luz sobre un tema que, desde nuestra llegada, fue de mi interés. Por la mañana, mientras íbamos subiendo por la montaña en el bus, Berny nos mostró a lo lejos un edificio con arquitectura diferente al resto. Ese es un centro de estudios para el páramo, aunque el título de “elefante blanco” le queda mejor. En el año 2005, la alcaldía de Sogamoso solicitó más de tres mil millones de pesos, pero al final la construcción fue abandonada y el dinero desapareció. Gloria asegura que eso se debió al que ella califica como uno de los peores alcaldes del municipio: Luis Guillermo Barrera Gutiérrez.

—La verdad, eso fue una plata mal robada. ¡Yo digo: dénsela a la vereda! ¡Arreglen la carretera! ¡Hagan algo! Pero entiéndame que robársela por robársela… —dice, con un dejo de rencor y frustración en su voz— Pero eso todo ya está dañado, todo se robaron… ¡Eso hubiera sido muy lindo si lo hubieran terminado! ¡Hubiera servido! Eso sí fue Luis Guillermo Barrera… — para la referencia, ese elefante blanco, en la actualidad, costaría alrededor de cinco mil millones de pesos, e incluso más. ¿Dónde está esa plata?

El retorno

Eran casi las tres de la tarde. Cuando terminamos de hablar con Doña Gloria, me dirigí a una cabaña que había cerca de la casa que me habían recomendado. El lugar cuenta con una pequeña cama para visitas pero, lo más importante, una terraza que sería la envidia de cualquier hotel cinco estrellas. El valle, el río al fondo y la montaña virgen se veían al fondo, a mis pies. Daría cualquier cosa por despertar con semejante y maravillosa vista al menos una vez en mi vida.

Poco a poco fuimos regresando al bus. Finalmente, partimos de vuelta a Tunja. Estaba agotado, con los músculos adoloridos y una ligera herida en mi mano derecha, fruto de una caída. No tomé fotografías, pero jamás olvidaré esos paisajes. Tal vez no haya hecho el mejor ejercicio de reportería, pero ahora sé más cosas que antes. Y, en definitiva, por fin pude ir a un páramo, a un sitio natural de belleza virgen, buenas gentes y origen de vida para Boyacá. Es reconfortante saber que, pese a las dificultades y los malos tiempos, aún queda belleza en el mundo, aún quedan buenos lugares que admirar.

Quizá, a pesar de todo, aún hay esperanza para nuestro mundo. Berny lo cree, y ahora yo quiero creerlo. ¿Cómo colaborar con el cuidado de los páramos? Él nos lo explica.

—Principalmente, si quieren venir, no vengan. No vengan al páramo. Pero si no se aguantan las ganas y quieren venir, háganlo. Vengan con la conciencia de que es un lugar sagrado, un lugar que hay que respetar, con una fuerza energética increíble. Acá nace la vida. Acá nace el agua. Recuerda que el ser humano es setenta por ciento agua. Y si no te conectas con el agua, no te conectas en ningún lugar — fue su reflexión final.

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