Orson Welles, un genio involuntario

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Por | Darío Rodríguez

Orson Welles era un genio que nunca se comió el cuento de su genialidad. Si se hubiera detenido por un momento a considerar lo que hacía, cómo lo hacía, cuán contagiosas e inspiradoras resultan sus ideas y obras, no habría podido seguir, se habría llenado de plata y de fama pero tieso, embelesado ante su propia estatua.

Quizás por el afán de no estancarse anduvo metido en proyectos teatrales, televisivos y cinematográficos disímiles, pasajeros o arriesgados. Lo mismo podía concebir una impecable versión fílmica del ‘Macbeth’ de Shakespeare que aparecer junto a la rana René en una cinta de los Muppets. Le gastó muchísimo dinero a una inconclusa adaptación al celuloide de ‘Don Quijote’. Fue un fracaso. Él lo sabía y no obstante saltó al vacío. Era su costumbre. Ninguno de sus films, ni una sola de sus aventuras teatrales o actorales fueron producto de la improvisación, del tanteo mediocre. Incluso desempeñando labores a destajo, por encargo, se le nota el rigor, la profundidad de una preparación previa, también la entrega. Esa solidez que exhibe al protagonizar ‘La dama de Shangai’ es exactamente la misma que le imprime a la conducción de patéticos documentales acerca del profeta Nostradamus, cuando anunció el fin del mundo para el año 2000.

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Como todo genio digno de ese nombre, Welles solía modificar las convenciones sin concederle demasiado tiempo a dormirse en los laureles. Su aporte a la radio con la famosa versión entre real y disparatada de ‘La guerra de los mundos’ (los oyentes creyeron que el planeta había sido invadido por extraterrestres) partió en dos la historia de la radiodifusión. Contribuyó a que se perdiera la inocencia y la incredulidad del espectador promedio haciéndolo colaborador del creador. La osadía al adaptar una novela compleja como ‘El proceso’ de Franz Kafka, quitando o añadiendo detalles según la pertinencia del lenguaje del cine, aún está por ser valorada en su justa medida. Sus interpretaciones escénicas son lecciones magistrales de actuación; baste mencionar un ejemplo entre muchos: la mesura y la precisión del breve rol de predicador en ‘Moby Dick’ de John Huston. No puede olvidarse que su disciplina y talento lo llevaron a concebir y dirigir, siendo muy joven, ‘Ciudadano Kane’ que varias veces ha sido catalogada por críticos y públicos como la mejor película de la historia del cine.

La sombra protectora de Orson Welles acompaña no solo a quienes se dedican al oficio de hacer películas. Para un artista contemporáneo nada mejor que mirar hacia esa sombra. Welles fue sorprendido por la muerte con un sinfín de proyectos en la cabeza, nunca dejó de trabajar ni siquiera cuando se quedaba sin financiación y hacía de la actividad o de la colaboración artística más humilde un dechado de calidad y de respeto hacia el arte mismo. La manera en que abordaba sus terrenos de trabajo también es digna de consideración, ese mirar siempre a las minucias, a los elementos provenientes del sentido común, muy manidos o ya en apariencia conocidos por los públicos, dándoles un giro, centrándose en ángulos que pasaban desapercibidos, le da a su obra un carácter singular, único. En estos tiempos de artes efímeras, de impactos mediáticos, la parábola de Welles debería ser consultada de nuevo.

Porque era un genio. Y quizás él mismo no lo sabía. Nunca tuvo tiempo para pensar en eso.

Porque sigue siendo un genio.  

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