Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez
La pandemia, ha sido la mejor excusa para afectar derechos, negar lo pactado para implementar la paz, ofender los escenarios de la verdad y la justicia y eliminar el énfasis del discurso democrático puesto en las argumentaciones y las justificaciones públicas, que sostienen los procesos políticos.
En 120 días de pandemia, la sociedad parece haberse acostumbrado a convivir con el horror de cifras crecientes de muertes por la covid19, sin derecho a funeral, es como si el virus quisiera hacer saber a quienes no lo sabían o habían olvidado que ese desastre y esa manera de morir y ser enterrados ya hace tiempo esta incrustado en la historia de Colombia. Han sido miles y miles de asesinados por la barbarie y tirados como NN en fosas comunes (más de 5000 a hoy), para eliminar nombres e historias propias. También la población más débil ve con más claridad cómo se distribuye de manera equitativa la tragedia y el desastre socioeconómico, mientras los fuertes y poderosos, entre tramas de corrupción, se apropian, como siempre, de los bienes y recursos de la nación, que saldrá empobrecida y endeudada.
La democracia basada en la autoridad del pueblo, aceleradamente se desploma, se convierte en un cascaron vacío de discursos y de prácticas y da señales de declive y decadencia, carente de deliberación, ética, legitimidad y solidaridad. Se reduce la esperanza de que los partidos políticos en el poder, sean ejemplo de representaciones moralmente correctas o seguidoras de ideas forjadas en sus programas y luchas con referentes de igualdad, libertad, fraternidad y respeto por los derechos.
La democracia basada en virtudes cede terreno a vicios y trampas, que pueden llegar a llamarse demagogia, autoritarismo o fascismo, pero no democracia, aunque guarden algunas formas de conducta y diplomacia o sean producto de procesos electorales. La separación de poderes está en el lugar más bajo, trasgredida por contubernios y alianzas de poder entre inseparables amigos, fieles a los amiguismos y a sobreponer “sus derechos” de sangre y linaje, mediante tradicionales “carruseles” en los que se pasean por los cargos del Estado y cumplen el compromiso único de que desde donde estén harán bien el oficio de transferir lo público al ámbito privado y mantener el control del Estado.
La opinión pública, que es otro factor determinante de la democracia, permanece silenciada, inerme, encerrada para proteger la vida, pero agredida con mensajes de medias verdades, presionada por sicarios morales que disparan odio desde bodeguitas de espionaje, difamación y crispación, que completan unos medios de comunicación semejantes a negocios desinformativos que fijan la matriz de lo vendible, lo publicable, lo censurable. No hay canales para nadie (distinto a los círculos de poder), que permitan la opinión del ciudadano corriente, el público pasivo que se robotiza en su casa.
La base de la construcción democrática es la deliberación. Ella es sustancial a la práctica política en colectivo, permite la exploración analítica y el debate que supera la simple opinión, que tiende a imponerse usando datos sin contexto, sinsentido a veces, sin legitimación, que es lo propio de los fascismos del tipo Trump y Bolsonaro, que abominan la razón, como ya ocurrió con la difusa aprobación de la cadena perpetua, que invalidó toda conclusión científica, en beneficio del partido en el poder que incuba al votante individualista no partisano, que responde al estímulo de pasiones populistas. El entorno discursivo de la deliberación está siendo arrebatado mediante el control de los mecanismos y herramientas virtuales que apenas permiten opinar o censuran a merced del controlador del sistema digital, dejando atrás el sentido de que la deliberación es la esencia de la democracia y no un fenómeno que pueda darse de manera aislada ni ocurrir entre pantallas, en las que la escucha no es obligada, ni la atención una regla. Es ilegal asumir la opinión como si fuera deliberación. La deliberación es cooperación política, amplía la capacidad de las voces de minorías y opositores, su objeto es formar una razón pública con intercambios de razones, nunca es una suma de opiniones.
La deliberación aparte de ser la esencia de la decisión política en democracia, tiene la función de control político, hoy impedido por la desigualdad creada en el contexto y excusa de la pandemia, que el partido en el poder exprime al máximo con una intervención diaria del Presidente por los canales institucionales del Estado, televisión, redes, otros; e inversiones cuantiosas que convierten las decisiones de Estado en piezas publicitarias del partido en el poder, en símil a consejos comunitarias en pandemia, que le “permiten al gobierno” asumir de facto todos los poderes, distribuir recursos con chequera abierta, mandar detener funcionarios, descalificar contradictores y hasta amenazar opositores, como ya ocurrió en la Seguridad Democrática. Son más de 120 decretos con fuerza de ley, en todos los tema de la nación, decenas de ellos que debían ser objeto de deliberación y no lo fueron.
La pandemia, ha sido la mejor excusa para afectar derechos, negar lo pactado para implementar la paz, ofender los escenarios de la verdad y la justicia y eliminar el énfasis del discurso democrático puesto en las argumentaciones y las justificaciones públicas, que sostienen los procesos políticos. La falta de deliberación ha aislado la voz de los contrarios políticos y aumentado la distancia del Estado protector, atento a las demandas territoriales de las comunidades abandonadas en ciudades y territorios de indígenas, afro y campesinos, zonas de reincorporados y víctimas del conflicto que son fácil presa de victimarios adoctrinados para continuar el sistemático genocidio, a la luz del día y a la vista de todos, con total impunidad. Sin deliberación no hay representación de discursos, identidades e intereses colectivos y la tendencia será a afianzar formas de decisión atadas a beneficios particulares del grupo en el poder y eliminar las normas deliberativas y la eficacia tanto de los equilibrios de poder como la capacidad de los derechos humanos para fijarle límites a ese poder instituido por mayorías simples compuestas por contertulios, amigos, copartidarios y usufructuarios tradicionales del poder.
La idea de avanzar hacia una sociedad más unificada y pacífica, se está yendo al amparo de la covid19 y el anhelo de una democracia más madura, en paz, se diluye entre la pérdida de legitimidad de las instituciones que se aferran al pasado de guerra y barbarie. Se replican odios y cercena la voz y la vida de opositores y contradictores, sin descontar que ya el gobierno anuncia llevar al Congreso proyectos que tenderán a cambiar 16 artículos de la constitución de 1991, hacer ajuste pensional, tributación mayor de la clase media en caída, mejoras a los grandes empresarios y, tal vez, reducción de salarios.
La consecuencia de una real deliberación será siempre más democracia, su carencia, en cambio, más autoritarismo, menos reconciliación y menos oportunidades de convivencia pacífica.