Por: Silvio E. Avendaño C.
Extraño en la semana santa el festival de música. En los días anteriores al festejo busco la separata para conocer la programación de las orquestas, coros y agrupaciones de cámara. El tiempo, para mí, en esos días se divide por la hora de los conciertos. Y el gozo se inicia al escuchar el tercer golpe del timbre en el teatro, entonces me sumerjo en el tiempo, el elemento de la música con los violines, el piano y los artistas.
A veces pienso que la música es como la narración. Recuerdo que hace unos años, en el teatro de la ciudad, se interpretó Pedro y el lobo, de Sergei Prokofiev. Los personajes imaginarios se representaron por los instrumentos musicales: Pedro por el cuarteto de cuerdas, el pájaro por la flauta transversa, el pato: oboe, el lobo: corno, el abuelo por el fagot, los cazadores: viento de madera y cobre.
Pero la narración y la música son cosas distintas. La duración musical no es más que un fragmento del tiempo. Y me viene la imagen del reloj en el cual a cada pulsación saltan los instantes y los sonidos brotan de las cuerdas de las violas o de los contrabajos engendrando emociones. La duración musical no es más que el sonido en que se vierte lo indecible.
En este tiempo mi percepción ha sufrido metamorfosis. A lo largo de los años de mi existencia he estado unido con el deber. Así cuando fui a la escuela elemental tenía que hacer las planas de escritura y resolver los problemas de regla de tres. En los estudios de secundaria resolver los ejercicios de algebra, calcular los senos y cosenos en trigonometría, encontrarme con las derivadas o integrales en las clases de cálculo. En los estudios universitarios debía estudiar un concepto, escribir ensayos. Luego, los años del mundo laboral los quehaceres del trabajo. Más la cuarentena, me llevo al confinamiento. Encerrado en la casa, desde la ventana, veo pasar taxis, motos, rapids, autos veloces. Y de la memoria vienen a mí las vivencias como un hilo de distintos momentos. Solo que nunca me imaginé estar en aislamiento, sin caminatas al centro de la ciudad, sin el encuentro con los amigos alrededor de una mesa en el aroma del café, sin la lectura de revistas y periódicos en la biblioteca, sin el pedaleo en la bicicleta por el borde la tarde mientras la Tierra gira hacia la noche. Y ahora que llevo semanas de confinamiento siento la ausencia del festival. Extraño los conciertos que parecen obras de arquitectura, o melodías que imitan a las aves como el canto del cuco, o la escalera musical ascendente y descendente de sonidos.
En tiempo de cuarentena, cuando el silencio se extiende, escucho en la soledad de la noche, por YouTube o el gramófono, una sonata, un concierto, una sinfonía, pero no es lo mismo que estar en el teatro viendo los artistas en el escenario y la orquesta en el foso.