Por: Julio Medrano / @jcmedrano3
La ciudad prepara las camillas y salas de urgencia para pacientes con enfermedades respiratorias. Los niños se pudren de televisión en las casas. Los supermercados venden productos al por mayor. Un enfermo padece en la fila de la farmacia. La iglesia y el Grupo Aval reciben las donaciones vía internet. Los cálculos de lo que pueda ocurrir se disputan entre la niebla.
A la una y media de la tarde, luego de recibir la receta médica, me dirigí a la farmacia Cruz Verde en la carrera 6 con calle 37. Tropecé con una larga fila en la que alcancé a contar a más de 60 personas. En la puerta de vidrio cerrada, escrito con marcador morado en un papel tamaño carta: No pueden estar más de 50 personas en un mismo sitio.
El resignado celador de la farmacia, con cara dura por el hambre, abría la puerta para dejar salir a los visitantes, asomaba su cabeza de cuando en vez y bajo un grueso tapabocas decía algo como Pueden entrar dos, o, ¿quién tiene más de sesenta años? Entraban las dos primeras personas en la fila y alguna otra de mediana edad. Cerraba la puerta y yo no podía más que mirar y dar un paso adelante.
La cadena de droguerías Cruz Verde, de origen chileno, encargados de la distribución mayorista con la venta a más de 400 clínicas y hospitales tanto del sector público como privado, entre ellas la EPS Sanitas sede Tunja, debe seguir los protocolos frente al COVID-19. No se atreven a arriesgar nada después de la tragedia en Bogotá sucedida a inicios del año y dejó a dos niños muertos.
1:32 h. Recuerdo el letrero en la puerta [ahora estoy muy lejos de él], no pueden estar más de 50 personas en el mismo sitio, y pienso si en las iglesias católicas o cristianas o marxistas o uribistas tendrán el mismo letrero, porque en esas congregaciones también asisten los enfermos.
2:15 h. Han entrado tres personas. Algunos conjeturan que el celador permite el ingreso a cinco o seis cada hora.
De pie en sus bahías de asfalto, se prestan una sombrilla entre tres o cuatro personas porque el sol hiere a todos por igual. Aprovechan para hablar sus ideas conspirativas del coronavirus, fueron los judíos, ultraderecha, ultraizquierda, Netflix, la Pachamama, creada por jóvenes científicos para matar a los adultos mayores; unos enseñan a otros la forma correcta de lavarse las manos; el cierre fronterizo de Boyacá con otros departamentos les parece una idea fantástica; realidades hogareñas, como que los niños de cinco o siete años deben esperar solos en casa y están desesperados por salir, no soportan más capítulos de Peppa a full color.
Viro la mirada, la mitad del grupo desistió y se ha largado. Quedamos 25 tercos y adictos a los fármacos, entre los cuales apenas cinco usan tapabocas, y yo porque me asaltó una amigdalitis aguda.
2:22 h. Mientras un colado es abucheado, lo único que pienso es que padecer de cualquier enfermedad en medio de la pandemia del COVID-19, es catastrófico, es admitir con repulsión y angustia que reclamar una tableta de Loratadina nos podría hacer sentir como un grano de maíz hundido en una plasta de estiércol.
Toso y las gentes me apartan de la rica sombra de sus sombrillas.
Una muchacha pregunta si la congestión es menor a las siete de la mañana. Da igual la hora que vengan porque la cantidad de gente es igual, respondió el celador aún pálido, famélico.
2:34 h. El sol es insoportable. Un adulto alega tener más de 50 años, ha podido entrar. el celador es víctima de su falta de atino para medir las edades.
Sigue llegando gente atrás. Algunos ven la fila y salen despavoridos.
2:40 h. Entré a la farmacia.
Turno B179, están en el B169.
Cuento veinte visitantes recostados en las sillas de espera. Tras las cajas de atención, atienden siete personas, más adentro otras tres mujeres organizan cajas y llenan inmensos formatos. Solo hay un hombre, aparte del celador, que trabaja en la farmacia.
Necesito un vaso de agua. El sol destrozó mi cordura. El personal de atención al público se toma el tiempo necesario para revisar la receta médica, ir por el medicamento, revisar una y otra vez, cédula, teléfono, receta, medicamento, registro.
Suena el timbre de un celular, Believer de Imagine Dragons. Cambian el pitido monótono de la registradora, los susurros plásticos de las bolsas con medicamentos, sellos, estornudos, accesos de tos.
2:50 h. Turno B175.
Todos usan tapabocas al revés, con la parte azul hacia afuera donde acechan los virus: Vieja controversia, en el país donde familias deben buscar alimento en los basureros, nos apasionamos por debatir el uso correcto del tapabocas.
Debo llegar a limpiar el celular donde tomo estos apuntes.
2:55 h. ¿Y si mientras el mundo atraviesa el ataque del COVID-19, hubiese un tsunami o un terremoto o un incendio? ¿Si Italia, Chile, o, México, fueran azotados por un terremoto de grado 8?
Mi cabeza estuvo mucho tiempo bajo el sol.
3:02 h. Turno B179. Al fin.
El camino sufriente de la hora y media de espera para reclamar mi medicamento, ha llegado a su ruta final, la revisión de la receta por parte de la mujer en la caja registradora.
Está agotada la Loratadina, vuelva la otra semana, me dice, y brevemente su rostro cansado y mi risa obscena de ira son una de las peores pesadillas de cualquier visitante a la farmacia. Debo decir que me ofreció enviármela a domicilio, pero como soy un sin memoria y no sé ni dónde vivo, pues dije gracias, y me fui sin ganas de volver a enfermarme nunca.
Cruz Verde, en su página web, por el COVID-19 y para evitar el desabastecimiento y/o acaparamiento en el país, tiene estas indicaciones:
-Venderán máximo dos unidades de alimentos y productos farmacéuticos por persona y por día.
-Venderán una referencia para los productos en riesgo de agotamiento por persona y por día.
-Para los casos de indicación médica, los medicamentos o insumos se entregarán acorde a la prescripción o fórmula original.