Por | Jhonathan Leonel Sánchez Becerra / Historiador
Corresponde al gobierno (conjunto de personas) como representante temporal al servicio del Estado colombiano, velar por el cumplimiento de los derechos fundamentales consagrados en la Constitución, empezando por garantizar el derecho a la vida y evitar la desaparición forzada, las torturas o tratos crueles e inhumanos en la persona de cualquier ciudadano o población civil dentro de su territorio. Así mismo, perpetrados dichos delitos, más que un deber, es su obligación disponer los mecanismos suficientes para investigar, juzgar y sancionar a los responsables.
Aquí es necesario señalar que Colombia hace parte y ha ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1973, los Convenios de Ginebra en 1996 y el Estatuto de Roma en el año 2002.
Sobre el Estado como estructura institucional del gobierno, recae la obligación de mantener la estabilidad en términos de convivencia de la nación (habitantes) y de ejercer la soberanía (control) sobre el territorio; de lo contrario, se hace evidente la responsabilidad del Estado en el origen y pervivencia de los grupos guerrilleros, insurgentes o de delincuencia común en las zonas del territorio donde no hace presencia.
Las leyes y costumbres de la guerra, reconocidas y reguladas a partir de la Segunda Conferencia de la Paz, firmada en la Haya el 18 de octubre de 1907, hacen hoy parte integral del Derecho Internacional relativo a la conducción de las hostilidades: establecen las condiciones de la guerra justa, entre dos o más partes en conflicto; y, en todo caso, prohíben y juzgan como delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra el involucramiento de la población civil.
Ahora que la disputa se da en términos de la memoria histórica, es trascendental apelar a la reflexión para comprender más de 500 años de violencias de todo tipo. Antes, eran necesarias décadas para desplazar un crimen al fondo del olvido; hoy en día, para dar un ejemplo, es habitual que al cambiar de año se empiece de nuevo la suma de los asesinatos de personas en el país, líderes sociales, defensores de derechos humanos, ambientalistas o ciudadanos de a pie que, al fin de cuentas, es población civil desarmada, sin haberse esclarecido los crímenes.
Todo esto confirma la importancia del reconocimiento del conflicto armado interno de Colombia, a partir de aceptar la existencia de un problema que requiere de la voluntad de todos, Estado y ciudadanía, para ser resuelto. La columna vertebral de un proceso que pretende la justicia, la reparación y la dignificación de las víctimas, así sea de manera simbólica, es una alternativa para la reconciliación, entre los actores alzados en armas con el Estado y, especialmente, a estos con la población civil.
En Colombia nos tardamos más de 50 años en darnos cuenta oficialmente que nos estamos matando, este reconocimiento lo hizo el señor presidente Juan Manuel Santos Calderón, en el año 2011, como parte de una estrategia para poder forjar los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), calificados de avance por el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ) y, constantemente torpedeados por el actual gobierno.
Es conmovedor que el 2 de octubre de 2016, en las elecciones del plebiscito por la paz, el voto por el sí, ganara en las regiones azoladas sistemáticamente por la violencia, como difícil aceptar que el no, obtuviera la mayor votación en las ciudades capitales del centro del país.
Súmese a este flagelo la irresponsabilidad del Director del Centro de Memoria Histórica Darío Acevedo, en su empeño por desconocer el conflicto armado interno, que determinó la expulsión de dicho organismo estatal de la Red Internacional de Memoria Histórica, lo que lamentamos profundamente los historiadores.
Simultáneamente, el Ministerio de Educación Nacional ha ratificado a la Comisión Asesora para la enseñanza de la historia, la ética y la ciudadanía como un órgano de consulta conformado por expertos, tal como lo dejó planteado el presidente Santos Calderón en el año 2017 y que, afortunadamente, va desplazando a la Academia Colombiana de Historia creada en 1902, con el mismo objetivo, pero que, hoy, es una institución penosamente en decadencia.
Por otra parte, según cifras del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), revelaron 282 homicidios, en 2018; 250 en 2019, y en lo que va corrido del año 2020, alrededor de 30 personas han sido asesinadas, lo que llevó al Procurador General de la Nación Fernando Carillo Flórez en el mes de diciembre del año pasado, a hacer un llamado al presidente Duque para frenar este delito.
En las últimas semanas, fueron asesinados, en el municipio del Cocuy, al norte del departamento de Boyacá, los líderes sociales Libardo Arciniegas Zaldúa y Yamid Alonso Silva. Para atender esta situación, el señor gobernador Ramiro Barragán Adame, convocó a un Consejo Ampliado de Seguridad que lamentablemente se ha aplazado.
Me uno al clamor popular para manifestar el rechazo absoluto a estos hechos violentos que bañan de sangre nuestro territorio y enlutan el corazón de los boyacenses.
A los violentos les decimos ¡No pasarán! Sobre nuestros campos de paz ¡No pasarán!
Todo se debe a las Falacias que se ha presentado en el sistema de seguridad y protección para cada persona vulnerable del conflicto, por tal razón se debe fortalecer organizaciones que permitan llegar a un proceso de reconciliación del estado con grupos armados ilegales y se aplique justicia según el código penal.