Por | Ariel Dorfmann*
Aunque no creo en los fantasmas ni en una vida de ultratumba, siempre he sentido que los muertos están de alguna manera presentes entre nosotros, que sus voces jamás pueden ser completamente borradas de la memoria. Meditando en Santiago de Chile sobre las recientes exigencias de Donald Trump a los militares venezolanos de que derroquen a Nicolás Maduro que, pese a sus muchos defectos y errores, es el Presidente Constitucional de su país, imaginé cómo Simón Bolívar hubiera respondido desde el más allá a la crisis que aflige en estos momentos a la tierra que le dio nacimiento en 1783.
A LOS COMANDANTES DE LAS FUERZAS ARMADAS DE LOS ESTADOS UNIDOS:
¿Por qué me niego a pedirles a Uds. que destituyan a Donald Trump?
Estaría, después de todo, más que justificado en proponer, en nombre de la América Latina que ayudé a liberar del yugo colonial, una medida tan drástica, en vista de que vuestro presidente ha intervenido flagrantemente en los asuntos internos de mi Venezuela, llamando a que sus soldados derriben al Presidente Nicolás Maduro si no quieren “perderlo todo.” ¿Por qué rechazo la idea misma de que alguien como yo, desde fuera de los Estados Unidos, pudiera dictarles cuál es el deber que les incumbe como militares honrosos?
Es verdad que las razones para deshacerse de Trump son múltiples, las mismas razones que él esgrime para atacar a Maduro, un líder por el que no siento gran simpatía, por mucho que invoque mi nombre incesantemente.
Trump ha acusado a Maduro de ser un presidente ilegítimo. Trump debería mirarse en el espejo. Fue elegido con tres millones de votos menos que su rival y logró su victoria gracias a la colusión con una potencia extranjera y la incesante e ilegal supresión de noticias desfavorables acerca de su transgresiones sexuales y financieras.
Trump ha acusado a Maduro de violar la Constitución. Trump debería mirarse en el espejo. Ha ignorado en forma contumaz su propia Constitución y la acaba de violar abiertamente al declarar una inexistente Emergencia Nacional en la frontera con México, una acción que vulnera la separación de poderes al querer usar fondos que no han sido autorizados por el Congreso.
Trump ha acusado a Maduro de ser corrupto. Trump debería mirarse en el espejo. Su presidencia es la más corrupta en la historia de los Estados Unidos, llena de colaboradores encarcelados e incontables escándalos que han llevado a la renuncia de numerosos miembros del Gabinete, mientras que su familia y sus compañías se han enriquecido ilícitamente.
Trump ha acusado a Maduro de ser un dictador. Trump debería mirarse en el espejo. Los mandatarios a quienes admira son todos hombres autoritarios que desprecian la democracia: Erdogan, Duterte, Al-Sissi, Orban, Putin y, por cierto, el benemérito Kim Jong-Un.
Trump ha acusado a Maduro de poner en peligro la seguridad nacional de los Estados Unidos. Trump debería mirarse en el espejo. Su retirada del pacto con Irán y la abrogación del tratado de misiles nucleares con Rusia crean condiciones para nuevas y muy peligrosas guerras. Y nada amenaza más la seguridad de su pueblo que la forma en que Trump ha negado maliciosa y estúpidamente las causas y efectos del calentamiento global, además de su asalto a las regulaciones y tratados que intentan combatir los cambios climáticos apocalípticos que se ciernen sobre la humanidad.
Aún así, a pesar de los delitos de Trump y su pretensión de resucitar la actitud matonesca e imperial hacia América Latina de antaño (“todas las opciones”, ha dicho, “están sobre la mesa”), y pese a que advertí yo en 1829 que “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”, pese a todo ello, me resisto a dejarme ganar por la rabia y el deseo de venganza, que nunca son buenos consejeros.
Si bien muchas de las asonadas militares que hemos padecido en nuestras tierras fueron alentadas y financiadas por los Estados Unidos, no quisiera que el pueblo norteamericano sufriese un golpe de estado. La joven república por la que peleó George Washington –con el cual se me ha comparado– fue una inspiración para mí y tantos otros que llevamos a cabo la lucha por la independencia de nuestro continente a principios del siglo XIX. Para mí, como lo manifesté en 1819 en el Discurso de Angostura, “el pueblo norteamericano es un modelo singular de virtud política y rectitud moral… esa nación nació en libertad, se crió en libertad y se mantuvo sólo por la libertad”, de manera que sería trágico que sus soldados llegaran a diezmar la democracia que han jurado defender. Una vez que las Fuerzas Armadas hayan depuesto en un cuartelazo al gobierno elegido por el pueblo, por erróneo que sea el juicio de ese pueblo, ya no hay marcha atrás: el dolor y la muerte, la tortura y la confusión, el desorden, la culpa y la mentira son inevitables.
El destino de Trump tiene que ser decidido por los ciudadanos de su país sin que nadie –ni yo ni ningún otro extranjero– interfiera en esa soberanía. Es el único modo para que la crisis que en este momento asedia a los Estados Unidos –una nación dividida contra sí misma, presa de una crisis inaudita– sea resuelta sin violencia y sangre.
Y si esto vale para el país de Washington y Lincoln, ¿por qué no debería valer para la Venezuela que me vio nacer y que no merece una guerra civil incitada desde el exterior?
En el nombre de la paz, este guerrero os saluda desde más allá de la muerte y espera que vuestro país y el mío puedan establecer relaciones fraternales y amistosas en un futuro próximo para el bien de todas las Américas, Simón Bolívar, el Libertador.
*Ariel Dorfman, de nacionalidad chilena, nació en 1942 en Buenos Aires, después vivió su infancia en Nueva York y emigró en su juventud a Chile. Actualmente reside en Estados Unidos, donde es catedrático de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. La obra literaria de Dorfman, traducida a más de treinta idiomas, se inició con el ya legendario ensayo Para leer al Pato Donald. Con posterioridad ha cultivado la poesía, el ensayo, la novela y el teatro. La pieza teatral La muerte y la doncella constituye su obra más universalmente conocida, y ha sido montada en más de noventa países, dirigida en Broadway por Mike Nichols (con Glenn Close, Gene Hackman y Richard Dreyfus), y adaptada al cine por Roman Polanski (con Sigourney Weaver y Ben Kingsley). Como novelista destaca en Konfidenz, con la que, según The Washington Post, «pisó definitivamente el terreno de los grandes novelistas mundiales de primera clase».