En toda guerra hay muertos, los suyos y los nuestros

Foto | Reuters
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Por | Manuel Restrepo

El gobierno comete un error frente a la sociedad al pretender que esta valide sin objeción el ejercicio de la violencia que él produce y ejerce, pero que condene, sin ninguna reflexión, como hecho de terror cualquier otra violencia similar.

Toda violencia es condenable, la del Estado y la de los terceros. El resultado de validar solo un tipo de violencia es contrario al DIH y a la aplicación de los derechos humanos. En Colombia, a pesar del anhelo de paz nacional, aún tiene actores armados, a los que no se puede, por disposición normativa o voluntad de poder, poner a secas en la condición de grupos armados delincuenciales. El afán por validar el ejercicio de la violencia del Estado, está arrastrando al poder hegemónico a tratar de conquistar al precio que sea, voces, grupos, personas, personalidades y pueblo, que hagan eco de que la razón de Estado es la fuerza y que está autorizado para usarla a su antojo y sin límite.

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Usar la fuerza para sostener el poder y concentrarlo más, pero a la vez profundizar el modelo de despojo de la riqueza nacional y tapar escándalos de corrupción, ya dejó a su paso una estela de horror, más fracasos que éxitos y más sangre y sufrimiento que cohesión social, y degradó la capacidad de los derechos humanos como límite al poder, porque terminó persiguiendo a los derechos y a sus defensores y metiendo a la sociedad en la inhumana disyuntiva entre seguridad o derechos, que reemplazaba la disyuntiva real que era entre muerte o vida.


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La seguridad alineada con la violencia elimina libertades, fomenta la desigualdad, impide la resolución de conflictos y reinstala en la sociedad el ánimo de guerra y el destierro de los derechos, de lo que el presidente y su equipo de gobierno, hacen alarde con sus reiteradas apariciones mediáticas, a la manera de un tribunal militar, para señalar y emitir anuncios, que copan todos los párrafos con menciones a la necesidad de la fuerza (hacia adentro y hacia fuera) y así lo repiten el partido de gobierno, el presidente del senado, el fiscal, el canciller, los consejeros de paz y derechos y la vicepresidenta, convertidos en expertos para tensionar las relaciones humanas y someter a la gente a la dicotomía guerra-paz, cada vez más influenciada o al menos más visiblemente influenciada por el gobierno de los Estados Unidos, que ya no parece venir a Colombia, si no vivir en Colombia.

El Estado y el gobierno, con algunas excepciones en las cortes de justicia, al mismo tiempo que invocan a la constitución de la paz y los derechos y reconocen que Colombia es un Estado de derecho, posicionan a la violencia institucional como el fundamento de su existencia, desentendiéndose del carácter histórico, que trazó la ruta de que las actuaciones del Estado deben basarse en la razón que es capaz de dubitar, meditar, interpretar y entender que toda muerte es un síntoma de fracaso del Estado. El pacto constitucional vigente, obliga al gobierno a privilegiar los derechos de la sociedad ante sus propias pretensiones y con ese serán juzgadas las acciones del poder. Si el gobierno se obstina en no reconocer el poder superior de la sociedad, se radicaliza en hacer prevalecer el monopolio de la fuerza y de usarla a la medida de sus propias intenciones e intereses sin atender límites, en no reconocer la soberanía de la nación como asunto colectivo, ni acatar el respeto a la autodeterminación de otros pueblos como principio universal y se niega a escuchar las voces contra el regreso a la violencia como única respuesta a los problemas del país, el fracaso del gobierno está asegurado. Usar la violencia es invalidar los clamores de las víctimas (cuya cifra supera al conjunto de víctimas de todo el continente), los jóvenes en movilización que dicen no a ninguna guerra, los partidos y movimientos de oposición que igualan al número de electores del presidente y en abierta afrenta propia de un gobierno de facto decide avivar el espíritu de guerra hasta lograr su materialización, el desastre será irreparable y el país que tenía como destino las metas de la OCDE será un país paria.

Los derechos humanos, son un real y legal límite al poder y, serán los encargados de servir de barrera para tratar de soportar los horrores de nuevas violencias incontenibles o incluso nuevas luchas revolucionarias y alzamientos armados, como ha ocurrido cientos de veces por cuenta de causas similares desde hace doscientos años, que dieron como resultado las luchas de independencia en Francia, Estados Unidos y la gran Colombia.

El gobierno parece haber perdido la pista de su mandato respecto a tener en cuenta como principio de poder que “La configuración de los derechos fundamentales como límites al poder o como verdaderas obligaciones del Estado, y su consiguiente inclusión en normas jurídicas, no es una condición natural de las libertades, sino una condición histórica que atiende a una confluencia de circunstancias de índole económica, política y social” (Asunsolo-Morales, México 2015).

La obsesión por alentar la violencia llamando a la sociedad a condenar a los enemigos por hacer las mismas cosas que el gobierno hace, convencido que la violencia institucional es para salvar a la humanidad y la de los otros para destruirla, es absurda. En este afán frustra los anhelos paz y produce desesperanza por su no retorno. Se olvida la alianza en el poder, que si arranca otra vez la espiral de violencia, esta no tendrá fecha de vencimiento y como en toda guerra los muertos no serán sus muertos, serán nuestros muertos.

Es un cruel mensaje pretender convertir a la sociedad en una prótesis del gobierno, para empoderarse a sí mismo de manera narcisista y cruel, porque rompe el equilibrio sociedad-Estado que garantiza los límites y pesos y contrapesos necesarios de cualquier democracia real. La convivencia y la tranquilidad ciudadana se consiguen con la paz como garantía para los demás derechos, nunca con la violencia. Si el gobierno acosa a la sociedad, se instituye en partícipe por acción u omisión de la intimidación a sus organizaciones, la muerte de sus dirigentes y la negación del justo derecho.

Si el uso de la fuerza letal es la única carta de presentación del gobierno, como indica serlo, estamos ante un espectáculo de burla a la constitución y condenados a vivir con derechos de papel por falta de garantías, que los convierte en “asuntos” a discreción del Estado, negándole toda opción de autonomía y soberanía a la sociedad y poniendo al descubierto la impotencia y nula legitimidad de los órganos internacionales, utilizados al antojo de los poderosos, que deciden cuál crimen es producto del derecho implícito de unos a matar y de otros a morir sin posibilidad de reclamo y a merced y víctimas del incumplimiento de los deberes del Estado frente a individuos y pueblos.

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