Por / Fabio A Mariño Vargas
Sobre tiempos, parajes y ánimos por las veredas boyacenses en la celebración del Bicentenario de la Independencia de la Nueva Granada, 1819 – 2019.
La celebración del Bicentenario, en particular en el Departamento de Boyacá, es un acontecimiento propicio para la recuperación de valores y enseñas que el país reclama en estos tiempos de obligantes innovaciones y en particular es una tarea que como deuda con esas épocas y trajines aun llevamos hoy, es la construcción de la paz, hecho que reclama iniciativas motivantes para que esta generación de presentes y futuros, en la esperanza del mejor vivir, pueda irrumpir desde hoy en el firmamento de la historia y ser consecuente con el concurso de los nuevos liderazgos en el compromiso con sus territorios, sus gentes, sus identidades, su historia y su porvenir.
Esta celebración, con sus escenarios humanos y sociales, que en lo local nos atañe por ser las generaciones del bicentenario, se da en medio del desafío y reto en la construcción de paz como una nueva etapa que le corresponde vivir a nuestras juventudes de hoy en la edificación de la madurez que mañana les será suya, cimiento de la nueva Colombia. Tenemos entonces, la tarea y coincidencia afortunada en esta época de poder reivindicar pasados y juntar responsabilidades y sentimientos que en el territorio abren camino para superar los olvidos impuestos hace tantos lustros y que han generado tantas distancias entre los nuestros. Por ello, la celebración del Bicentenario es una buena oportunidad para unirnos en el homenaje a los protagonistas de aquellas heroicas jornadas de pasados inmensos, segura herencia y buena cosecha para seguir labrando nuestra estampa de territorio de paz, de reconciliación, de valores y compromisos con las nuevas responsabilidades como Nación.
Estamos convocados a ocuparnos de los 33 días que zarandearon a la América India en una reivindicación del acontecimiento parido en estos territorios con sus veredas, labranzas y caminos, testigos actuantes en primera línea junto al Libertador con su ‘ejército soñador vestido de harapos’. Hagamos un corto recuento… Bolívar y su ejército habían salido de Casanare (Pore, Nunchía, Morcote… por no ir más atrás al Arauca Vibrador y a Venezuela). Subieron a Paya y Pisba con aquel sacrificio durante el paso frio y espantoso por el Páramo de historias, para luego bajar de la alta cordillera al solidario municipio de Socha donde recibieron el vital apoyo, a su llegada aquel 4 de julio, cuando Matilde Anaray, la valiente pastorcita de apenas de 13 años, ofreció sus pobres vestidos y encabezó el recibimiento y abrazo a los valientes junto con el cura del pueblo, el Presbítero José Tomás Romero y el Alcalde José Sarmiento, motivando el corazón de sus gentes para “aportar hasta sus harapos” a un mermado ejército que de ahí en adelante en rutas y trajines propios de los tropeles y luchas de sus tiempos y sueños se enalteció para alcanzar el glorioso triunfo el 7 de agosto sobre el tablón que servía de puente sobre el crecido río Teatinos, en el cruce de caminos que apuntaba hacia Santafé, lugar ubicado entre los cerros El Tobal y El Moral en territorios de los caseríos de la provincia de Tunja, Samacá y Boyacá, luego del atice bravío sucedido 13 días antes en la batalla del Pantano de Vargas, hecho prominente y heroico que aseguró, en ese campo inundado de dificultades, aguas y valentías, la llama independentista e hinchó los bríos de triunfo.
Estos valores, aferrados a la certeza de la vida, fueron agrandándose por trochas y combates con la participación de las buenas gentes de pueblos y caseríos como Labranzagrande, Socotá, Sativa, Jericó, Tasco, Tutazá, Corrales, Gámeza, Tópaga, Beteitivá, Corrales, Sogamoso, Tibasosa, Santa Rosa, Belén, Cerinza, Mongua, Monguí, Firavitoba, Tibasosa, Nobsa, Pesca, Iza, Toca, Cuítiva, Duitama, Paipa, Tuta, Chivatá, Siachoque, Oicatá, Cómbita, Motavita, Cucaita, Soracá, Tunja, Villa de Leyva, Sáchica, Ráquira, Boyacá, Turmequé, Ramiriquí, Genesano, Samacá, Ventaquemada… y muchos más, en quehaceres de conspiraciones y tareas de batallas hasta lograr la impronta inicial de la independencia americana con la batalla vencedora del 7 de agosto en las horas de la media tarde sobre aquel paso de caminos, hoy referente de identidad y lindero de nuestra conmemoración bicentenaria, llamado Puente de Boyacá.
Fueron estos territorios los que en sus veredas, con sus cosechas y despensas, mantuvieron en esos 33 días, de los 77 que ocupó esta genial campaña, desde el 23 de mayo cuando en una humilde choza en la aldea de Setenta en la vecina Capitanía de Venezuela, el Capitán General Simón Bolívar expuso ante los Jefes del Ejército Patriota el plan militar de invasión a la Nueva Granda y asalto a Santafé, maniobra y estrategia que estos pueblos con sus gentes solícitos atendieron en las pretensiones y necesidades de la tropa exigente de dos ejércitos que sumaban más de 9 mil combatientes transitando por sus territorios y a los que había que alimentar, curar y cuidar. Esta enorme empresa nos lleva a una pregunta: ¿cómo lo hicieron? Esto, como buena inquietud y especial atención para valorar los esfuerzos de los vecinos de esas veredas y pueblos quienes en esos difíciles tiempos y en forma clandestina cumplían misiones, encargos y compromisos de apoyo a las necesidades del ejército libertador con tareas encubiertas, venciendo y superando al terror impuesto por el ejército invasor con sus patibularios fusilamientos y represivas artimañas de amenazas e intimidaciones.
Este evento de celebración además debe ser un homenaje y reconocimiento a cientos de mujeres que con su tesón y compañía hicieron más cercana la esperanza y abrieron caminos para que pronto corriera la señal de la libertad; mujeres que hoy merecen tan alta dignidad en las páginas de las nuevas formas de ver y conocer la historia, con un recordatorio de honor por haber vencido temores culturales y de la guerra al vestirse como hombres para poder participar en las acometidas de la Campaña Libertadora; mujeres que por su participación fueron claves en el proceso revolucionario al luchar incasablemente; conocidas como las ‘Juanas’ o ‘Voluntarias’. Así lo hizo Simona Amaya, mujer humilde de Paya, Boyacá, quien como Sargento comandó un grupo de soldados en la lucha independentista en las batallas del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá. O la casanareña María Rosa Lazzo y la tunjana Juana Velasco: fueron determinantes en el proceso revolucionario, fueron laboriosas manos de miles de mujeres las que tejieron y zurcieron con hilachas de viejos vestidos, para convertirlos en nuevas ropas libertarias, y haciendo posible las viandas y víveres que fortalecieron los espíritus guerreros para la batalla.
Muchos caminos fueron preparados con la organización y movilización de sus gentes a la espera de la llegada del ejército libertador quien permanentemente decidía acciones y maniobras de distracción sobre el ejército español. En Venezuela, a Páez y a Soublette y en estos terruños neogranadinos ordenó engaños y señales de desgaste a la tropa enemiga por los caminos de Cúcuta, El Socorro, Capitanejo, Pamplona, Tensa y La Salina. Y en el valle de Sugamuxi, valientes mujeres y hombres aguerridos bajo las orientaciones del Coronel Francisco Mariño y Soler, hermano del sacerdote Dominicano Fray Ignacio Mariño, también Coronel y Capellán del Ejército Libertador desde Casanare, con sus familias y paisanosorganizaron apoyos logísticos de ganadería y caballería y equipos de combatientes. Cargueros y estafetas iban y venían con razones, mensajes y órdenes de Bolívar que en la mayor confianza y sigilo, conscientes muchas veces, otras no, de que en sus jícaras y mochilas indias transportaban parte de la independencia americana; también fueron muchos los esfuerzos y tareas.
Ojos, manos y corazones campesinos atravesaron poblados y parajes con razones y mensajes insurrectos, apoyando la gesta independentista con cientos de jóvenes y mozuelos avezados organizados en milicias y tareas de logística propias de la preparación para el recibimiento, luego de la maniobra audaz del Libertador, como fue definir el difícil camino del Páramo de Pisba por el paso de Matarredonda. Igualmente merece un reconocimiento la determinante batalla del Pienta en Charalá Santander el 4ª de agosto, que al decir de sus habitantes ‘atajar’ y vencer a las tropas españolas que a contramarcha corrían por la ruta de Villa de Leyva y Samacá a reforzar las que estaban con Barreiro sobre Tunja a su espera para ir a Santafé; pero charaleños y vecinos de esta provincia con piedras, machetes y palos malograron la llegada de esas tropas realistas de juntarse para ir a Boyacá.
Seguramente en esa gesta y en esos 33 días, se reencuentran enseñas de tiempos y aguardos amasados en un pasado no lejano por los precursores en sus caminos libertarios, siembras de ayer que hoy son responsabilidad en el rescate de valores e identidades tornados en cultura e historia. Aunque muchos de estos pendones siguen expósitos a la vera del camino esperando que hoy sean ejemplo para seguir empujando el imparable tren de la historia. En este quehacer de la historia podemos reivindicar grandes sublevaciones raizales que entre 1780 y 1800 fueron simientes de nuestra identidad libertaria: en Oruro, Bolivia, en Perú con Túpac Amaru, en los brazos comuneros de Manuela Beltrán y sus marchantes con Galán, Alcantuz y otros, en Minas Gerais Brasil, en el levantamiento de los «jacobinos negros» en Saint Domingue (hoy Haití), en acciones revolucionarias de Guadalupe, Grenada, Santa Lucia, Santo Domingo, Cuba, Bahía, sin desconocer el folleto ‘Los Derechos del hombre’ del inglés Thomas Paine, en tiempos de Nariño y Miranda, en el Grito de Independencia entre 1809 y 1811 común desde México hasta Argentina pasando por la Nueva Granda. En Charcas Bolivia, el 25 de mayo de 1809, Quito Ecuador, el 10 de agosto de 1809, la Capitanía General de Venezuela, en Caracas, el 19 de abril de 1810, Buenos Aires, Argentina, el 25 de mayo de 1810, Santa Fe de la Nueva Granda, el 20 de julio de 1810, México 16 de septiembre de 1810, Chile el 18 de septiembre de 1810, Paraguay 14 de mayo de 1811, El Salvador 5 de noviembre de 1811… entre los más reconocidos, llegando luego al Caribe y al mar de las Antillas a encantar sus perlas libertarias, para reventar luego en las ‘campañas admirables de Bolívar y llegar a estos caminos de los vergeles boyacenses entre el 4 de julio y el 7 de agosto de aquel 1819 en “los 33 días que zarandearon a América”.
También debe ser este Bicentenario oportunidad para abrir páginas de las nuevas formas de ver y conocer la historia; y reconocer el valor y coraje de muchos niños, jóvenes, mujeres y hombres que en estas comarcas de Boyacá realizaron ocupaciones independentistas en labranzas campesinas o como talabarteros, músicos, médicos, sastres, cocineros, zapateros, vigías, milicianos, cargadores, exploradores, ingenieros, enfermeros, geógrafos, carpinteros… Mujeres y hombres nativos decididos y listos a ingresar al ejército libertador al unísono la enseña de “un loco que se atrevió a pasar el duro páramo para calentar luego la independencia americana”, asumiendo ocupaciones y comisiones con denodados arrojos, reconocidos en la actitud bravía, digna, bizarra y decorosa del imberbe Pedro Pascasio Martínez, hijo de Belén Boyacá, que sometió y apresó al ‘guerrero grande’ y comandante invasor Barreiro, con lo cual se selló la independencia de la Nueva Granada y se dio continuidad a las gestas emancipadoras que bajo el fulgor de la Espada de Bolívar, luego brillaron en Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho.
Este Bicentenario con sus celebraciones y compromisos en la conciencia que nos da la historia, seguramente abrirá los caminos y exigirá pensar en la justicia social y la paz que reine hasta el nuevo y tercer centenario en el año 2.119.
Tunja, febrero de 2019