Un país como Colombia, o lo es de todos, sin excepción ninguna, o ha sido arrebatado por unos voraces que por fuerza continuarán siendo lo cruel de nuestra propia historia.
Por imperativo histórico y aún por desafío en una época como la actual, venimos desde hace años tratando de interpretar la realidad humana, sociológica y política del hombre del común; más en un medio como el que nos abarca y que tanto reclama la reacción desde las ideas, desde el pensamiento y sobre todo desde la acción; siempre en un nuevo concepto de lo que ha de ser la vida en un país que como dijera Gaitán: “le han querido quitar al pueblo la conciencia de su valor para usufructuarla personalmente”.
En esto de vernos comprometidos en las perspectivas de quienes pudieron actuar con vehemencia al soñar un nuevo país, en esto de contribuir para que la identidad ideológica, cultural y programática de movimiento populares, sectoriales y gremiales, puedan llevar a que algún día surja como ha de ser el gran reto del poder social, en esto y quién sabe en qué cosas más que nos depare la circunstancia de una Colombia en trance de “ser”, para construirse su propia historia, ya libre de amos absolutos, en esto creemos habernos distanciado de la casi totalidad de los medios de prensa que en nuestro país no cumplen otra función que colocarse en las esperanzas y perspectivas de una sociedad, no sin ir experimentando con ella sus propios temores.
Definitivamente lo que más parece importar en el medio colombiano son los esquemas y la suerte misma de unos estratos de privilegiados y de emergentes en lo económico y en lo político. ¿Nos preguntamos acaso, por la esperanza y por los temores que puedan tener los hombres de a pie en la realidad de nuestro días? Este tipo de inquietudes no suelen ser abordadas ni desde el Estado, ni desde el gobierno, ni desde los grandes medios de información; y menos desde una sociedad que a lo sumo estará pendiente de que haya respuestas para sus esperanzas y sobre todo respuestas para evitar sus temores.
Lo irónico del existir, en un país de conflictos como el nuestro, todos originados en la no respuesta al hombre sociológico de ayer y de hoy, lo irónico es encontrar que ni siquiera la sociedad puede escapar a esa situación de fondo que arrastra: la de no tener pleno derecho a esperanzas y menos a escapar a temores. Todo porque se está en deuda con un país social, que sigue ahí suspendido, represado, a sabiendas de que sus esperanzas y sus sueños serían los que al cumplirse, al realizarse, ahí sí como historia válida, legitima, podría llegar a garantizar lo que tanto se espera: las condiciones de placidez y que en términos de civilización humana, social, política, se denomina paz.
Hace tiempos, desde esta página de pensamiento editorial, señalamos que una cosa es el concepto de sociedad y otra muy distinta el concepto de pueblo. Con ello indicábamos dos realidades históricas que han existido en un país donde tanto se han acentuado las diferencias y aún las luchas de clases, fenómeno este que riñe con cualquier “utopía” de justicia, de vida, de paz.
Porque lo ideal es que llegue a existir una única sociedad, más para llamarla Nación regida no más que por el gran concepto de lo comunitario, donde se haya desmontado el Estado de unos y no existan gobiernos de falsos protagonismos y de eficacias infundadas, infecundas; estériles a la hora de la verdad.
Un país como Colombia, o lo es de todos, sin excepción ninguna, o ha sido arrebatado por unos voraces que por fuerza continuarán siendo lo cruel de la misma historia; y para peor con la complicidad y aún la tolerancia de una sociedad y aún de lo que tanto se denomina pueblo.
Así las cosas, sociedad y pueblo nunca tendrán derecho a desenvolverse desde un sentido de esperanza, que pueda ser la seguridad misma de “ser” y sí en cambio se verán condenados a experimentar día y noche, mañana y tarde, el gran contrasentido histórico del temor.