Trescientos once líderes asesinados y el gobierno ahí…

Foto | Vía censat.org/es
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Por |Manuel Restrepo

Los asesinados no son cifras, son humanos y los que asesinan también tienen nombres, hay determinadores y operarios del crimen presuntamente al servicio de poderosos caballeros y señoras de bien, como se llaman a sí mismos, para arrogarse el derecho a decidir por la vida de otros.

Ser líder social, defensor de derechos humanos o de víctimas, sea hombre o mujer, es una virtud en cualquier país, en el que la vida tenga más valor que la muerte y haya un real estado de derecho. Ser líder, lideresa o defensor de derechos implica asumir la representación legítima de una comunidad, tener sentido ético y actuar con responsabilidad y conciencia en favor de la verdad, la honestidad y el bien común. Los asesinos creen y defienden la deshonestidad, la mentira, el engaño, la trampa, el despojo y su pretendido derecho a decidir por la vida de los otros, los que no son como ellos.

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       El asesinato de líderes, por su sistematicidad, intencionalidad y modus operandi, es más que una suma de homicidios, que puedan resolverse, buscando pruebas para detener al real o supuesto asesino material. Lo que ocurre es claramente un genocidio, que sucede con anuencia, aquiescencia u omisión de del Estado, lo que compromete directa y primeramente al gobierno como responsable, bien por exceder su competencia y convertirse en agenciador de la muerte o por la omisión de su deber de promover y proteger de manera efectiva la vida de sus ciudadanos, con mayor rigor y eficacia cuando se trata de personas protegidas, como lo son los líderes y lideresas.

El papel de las autoridades del Estado, no es en todo caso usar su capacidad para intervenir en los medios de comunicación, descalificando al asesinado y su entorno, si no corresponder a la función institucional de respeto y respuesta sensata y prudente como efecto del hecho mismo de la muerte provocada. Proteger no es necesariamente proveer de un escolta o planificar unas rondas de visita de uniformados, cerca de la vivienda del líder, esté amenazado o no.

311 asesinados es el número fatídico señalado por la Defensoría del Pueblo, mientras el gobierno, el presidente, los ministros y la fiscalía, en cambio de asumir responsabilidades, tratan de minimizar las contundentes cifras del desprecio por la vida y adelantan tareas para restar importancia al tema y controvertir, negar, ocultar y distorsionar esta vergüenza planetaria, que en algún lugar donde la vida tiene valor produciría inmediatas excusas y renuncias a cargos y competencias del poder, porque el Estado y los gobernantes sí saben qué, cómo y porqué asesinan líderes; entienden las rutas del crimen y tienen claro, quiénes, cómo y cuándo se benefician por cada asesinato reportado.

Mientras asesinan líderes, el presidente Santos debe estar preocupado por desmentir los audios que definitivamente lo comprometen de manera directa con la recepción de recursos ilícitos de Odebrecht para financiar su campaña presidencial y que hasta ahora hacían creer que había sido a sus espaldas. En mala hora se pone el descubierto esta verdad ocultada que no solo empañará la limpieza de su premio nobel de paz alcanzado, sino que lo pone en igualdad de condiciones al presidente electo, también implicado en asuntos similares. Estar en igualdad en tiempos de salida del poder, equivale a perder, porque el partido del electo lo considera un traidor.

Mientras las cifras de muerte alcanzaban su mayor ascenso a partir del reconocimiento de la condición de presidente electo, Duque se reunía en Estados Unidos con la CIA y hablaba de la seguridad de Venezuela (y el gringo ahí).

A la misma hora, del mismo día 6 de julio, en más medio centenar de ciudades del mundo (Barcelona, Londres, Paris, Madrid o Buenos Aires) miles y miles de personas se movilizaban en una velatón, exigiendo las garantías para vivir en Colombia, pidiéndole al gobierno actual y al que viene respeto por la vida de sus líderes y juicio y castigo inmediato para los responsables, a la misma hora, digo, el electo cenaba en Madrid con José María Aznar, jefe del partido popular de la ultraderecha española destituida del poder por corrupción, se fotografiaba con el líder del partido Ciudadanos -de derecha- y tangencialmente saludaba al socialista presidente del gobierno, Pedro Sánchez, y al rey Felipe. Y en menos de dos segundos despachaba el tema del genocidio a líderes sociales indicando que no puede ser posible que los asesinen.

De importarle el asunto, hubiera aprovechado para pedir apoyo, acompañamiento, veeduría o consejos para sacar adelante la paz en curso, defender la vida y prepararse para juzgar a los que seguramente él ya sabe, o por lo menos intuye, que están detrás de los crímenes, que en todo caso ya no son las FARC.

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