Por | Carlos Julio Castro Espinosa
Hace quince años, gracias al silencio de las autoridades de la época y mientras la ciudad dormía, sicarios financiados por la intolerancia social emprendieron por las solitarias calles de Tunja, su recorrido de muerte.
La historia de la hermosa e hidalga jamás podrá ocultar que entre octubre de 2002 y marzo de 2003, la intolerancia asesinó selectivamente con tiros de gracia a cuarenta y un (41) personas, entre habitantes de calle y jóvenes dedicados al rebusque.
Nadie vio nada, pero todos sabían que la camioneta blanca recorría la ciudad, recogiendo en los oscuros rincones de nuestra marginalidad, a quienes serían sus víctimas en ese miserable paseo de la muerte.
Asesinaron a Juan Pablo, Pili, Alexandra, El Profe, Oscar, Patón, Cantante, Barrabás, Pita, Melco, Risitas, Renegado, etc., etc., etc. y las autoridades de policía jamás lograron cumplir con la operación candado para capturar a los sicarios.
Hoy, con los Acuerdos de La Habana, un ambiente de paz comienza a florecer y en nuestras ciudades surge toda suerte de comités ciudadanos, promoviendo Cabildos de y por la Paz.
Quizá en Tunja, esos postulados de verdad, justicia, reparación y no repetición, que tanto han sido enarbolados pensando en las elecciones de 2.018, se concreten tomando como objeto de trabajo un hecho tangible por la paz.
Ese ejercicio académico y político que pretenden imponer en el Cabildo por Paz los gobernantes y dirigentes políticos, debe ceder el paso al examen de éstos asesinatos de la intolerancia social.
Sería interesante que en dicho Cabildo se examinaran las actas del Consejo de Seguridad; que se conocieran los informes de la Comisión Especial que la Policía Boyacá dijo haber integrado o del Comité Interinstitucional de que habló el Consejo de Seguridad.
El silencio debe romperse, ya que la paz que soñamos se construye revindicando a las víctimas, y para ello, la justicia está obligada a visitar los cambuches; para que el dolor de las familias, estrato cero y uno, que viven bajo la sombra del Alto de San Lázaro, pueda salir a llorar sus muertos.
Si en Tunja lo logramos, los primeros en sonreír, estoy seguro, serían mi amigo Harold Piedrahita Perdomo y el poeta Mario Benedetti; pues contemplarían desde la inmensidad el universo, que no están cierto que “Aquí en las calles suceden cosas que ni siquiera pueden decirse”.