Fragilidad humana en la ‘Era de los Extremos’

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Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez

Los últimos 100 años han sido de heridas, de guerras, pestes, despojos y horror que va y vuelve. El siglo XXI asiste a un “Era de los Extremos” (Hobsbawm), con un progreso científico sin precedentes y una capacidad de destrucción y crueldad sin límites, ni audacia humana para impedirla quedando al descubierto las más profundas fragilidades de la condición humana. Lejos de la narrativa triunfalista del avance para alargar la vida, está la desgracia de asesinarla más temprano, como lo demuestra el genocida sionista. La experiencia colectiva lleva las marcas de guerra, hambre, despojo masivo y destierro forzado, que lejos de ser simples eventos históricos, corroen los cimientos de identidad, psique y dignidad del individuo, revelando la delgada capa de civilización que nos separa del abismo.

La guerra, en su evolución hacia un fenómeno industrial, con actores privados que se lucran del horror se volvió total, dejó de ser un conflicto entre ejércitos para convertirse en una máquina de triturar almas y sacar mercancías. Las trincheras de la primera guerra mundial fueron un infierno de barro y metralla, y también el laboratorio donde se diagnosticó por primera vez de forma masiva el “shock Shell” o neurosis de guerra, hoy conocido como Trastorno de estrés postraumático (TEPT).

Los soldados regresaban física o mentalmente mutilados, dementes, mostrando cómo la mente humana puede quebrarse ante el horror sostenido. Medio siglo después, los derrotados en Vietnam y los supervivientes de guerras asimétricas como las de Afganistán o Irak, llevaron consigo cicatrices similares, demostrando que la sofisticación tecnológica no mitiga el trauma del combate. Esta fragilidad no es patrimonio del soldado, los determinadores también se descomponen, reclaman protección, tienen pesadillas, obsesiones, no logran dormir en paz. Los bombardeos sobre Guernica, Londres, Dresde o Hiroshima expusieron a la población civil a un terror aleatorio y absoluto, generando una psicosis colectiva y una desconfianza crónica en las estructuras que debían protegerlas.

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Paralelamente, el hambre, utilizada como arma de guerra y herramienta de control político, ha exhibido la vulnerabilidad más básica del cuerpo y el espíritu, diseñada para segar la vida, no como simple escasez, sino como acto de terror, destinado a quebrar la resistencia nacional, repitiendo el patrón siniestro de un asesinato calculado, que revela la fragilidad de la cadena de solidaridad humana. El hambre destruye no solo cuerpos, sino también el tejido social, los lazos familiares y la voluntad de resistir, reduciendo al ser humano a su instinto de supervivencia más primario.

De la destrucción sistemática emerge la figura del desterrado, del despojado, como encarnación más clara de la fragilidad humana moderna. Más de100 millones de desplazados forzosos en la actualidad (ACNUR) no son solo una cifra; son una multitud de identidades arrancadas, historias arrebatadas, sueños y deseos mutilados, son víctimas expuestas a ser revictimizadas y ofendidas con políticas racistas, antinmigrantes y supremacistas que le dan votos a las ultraderechas tipo Trump. El despojo -la pérdida de la casa, la tierra, el territorio, los objetos cotidianos que conforman la memoria- es una amputación del yo. El destierro -el exilio a un país extraño o la condición de apátrida- es una condena a la invisibilidad y a la pérdida del estatus jurídico y social.

El siglo XXI muestra esta condición masificada, desde los desplazados, por las guerras balcánicas en los 90, que veían cómo sus vecinos de toda la vida se convertían en verdugos; los rohingyas expulsados de Myanmar hacia Bangladesh; los millones de sirios esparcidos por el mundo tras una década de invasión, los ucranianos, los iraquíes, los afganos, los árabes, condenados a cargar con la fragilidad de una existencia suspendida, donde el pasado es un dolor y el futuro, una incertidumbre.

El siglo XXI no inventó el sufrimiento, pero lo ha producido a una escala industrial, burocrática y deshumanizante jalonada por el modelo del capital y la obsesiva acumulación y poder de ese 1% de la población de élites multibillonarias que alienta todas las tragedias. Las fragilidades expuestas -la mente quebrada por el trauma, el cuerpo devastado por el hambre, el espíritu desgarrado por el despojo y el destierro- son el legado más oscuro de nuestra era. Son heridas que, como demostraron los estudios sobre los supervivientes del Holocausto y sus efectos transgeneracionales, no cicatrizan con facilidad y se transmiten como un eco silencioso de dolor. Frente a la narrativa de la civilización más avanzada en ciencia, se oponen las relaciones del capital que lo convierte todo a mercancía, y los libretos del odio esparcido para impedir el acceso a la verdad que cierra heridas. Estas realidades nos obligan como simples seres humanos a reconocer los abismos que habitamos y a recordar que la medida de nuestra humanidad no reside en nuestra tecnología, sino en nuestra capacidad humana para proteger la frágil dignidad del otro, especialmente cuando todo a su alrededor se ha derrumbado.

P.D. El genocidio terminará cuando los genocidas se vayan, haya juicio y castigo y Palestina sea al fin un pueblo y un estado autónomo, no tutelado.

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