
En el discurso contemporáneo sobre los derechos humanos, el odio de clase ocupa un lugar central que es necesario abordar, junto con la estrategia de deshumanización que se aplica al oponente, adversario o enemigo para eliminarlo con una pretendida legitimidad, legalidad y moralidad inexistentes en las normas globales y los mandatos de toda constitución. El odio de clase en Colombia se ha manifestado en el desprecio y la hostilidad de las élites hacia personas y grupos por su posición social y económica, a quienes se ha propuesto negarles su dignidad, reconocimiento y derechos.
Obstaculizar, impedir, atacar, negarse a tramitar reformas sociales que cambien el modelo de existencia del país, no es solo un asunto de diferencias políticas, es antes que nada un problema de profundo odio de clase. Aunque no haya un sistema de castas, las élites han estructurado y normalizado un modelo de opresión institucionalizada basado en su cuna de nacimiento, apellido, posición social y riqueza acumulada, utilizando para su beneficio instituciones, discursos y herencias simbólicas, y han ejercido la acción violenta justificada como defensa del orden, la democracia y las libertades, que son justamente lo que destruyen, su democracia son votos, su libertad mercado
Descalificar y ridiculizar lo que dicen y hacen quienes no son parte de sus élites indica un patrón común de estigmatización de sectores populares (campesinos, indígenas, trabajadores, estudiantes, víctimas), reduciéndolos a criminales, ignorantes o “estorbos” para el modelo de país defendido por las élites. Un pequeño compendio de frases muestra ese odio de clase: “Los campesinos no protestan, esos son guerrilleros infiltrados” (Á. Uribe Vélez, 2013); “esos estudiantes no son estudiantes, son vándalos” (Fernando Londoño, 2019); “Aquí no están matando líderes sociales, están ajusticiando a bandidos” (M. Fernanda Cabal, 2017); “eso es populismo barato para engañar incautos” (A. Pastrana, 2018); “los sindicalistas son unos mafiosos que secuestran la economía” (Francisco Santos, 2008). O expresiones como “la muchacha”, “la sirvienta”, “la guisa”, “la igualada”, “esos indios”, “el jaimito”, o “esos campesinos no entienden de progreso”, “son atrasados”, o referirse a las víctimas como “falsos reclamantes” o “buscadores de plata”. Su mensaje y narrativa de que la pobreza es la causa de los males induce un sentimiento de culpa que afecta la autoestima (“violencia simbólica”, Bourdieu), mina la capacidad de lucha en colectivo, debilita el reclamo por derechos y somete al “menospreciado” a sobrevivir entre incertidumbres (laboral, alimentación precaria, vivienda insegura) hasta afectar su dignidad y agotar en él sus reservas cognitivas, emocionales, de solidaridad, de ética y de esperanza por cambiar ese destino.
El odio de clase se incuba en clanes o conglomerados que, por su acumulación histórica de riqueza, influencia y redes de poder, inciden en las decisiones del Estado, controlan sectores estratégicos de la economía y moldean la vida pública. Han convertido en mercancía todo lo que hay a su paso. Sumados no superan el 2% de la población y reproducen conductas de espíritu colonial y de desprecio aristocrático hacia las clases populares. Son comunes sus prácticas de discriminación contra afros, indios, pobres y víctimas, de quienes se valen para sostener la guerra, obtener votos (de sus siervos) para mantener su estatus de poder y legitimar un silencioso y tolerado odio. Este odio se materializa en muros invisibles y físicos que dividen a la sociedad, generan estigmatización territorial (estratos, barrios buenos y malos), clubes, mansiones amuralladas y un rechazo a lo que corresponda al bien público y se niegan a compartir transporte, educación, vivienda o andenes con “esos pobres”.
Han normalizado esta división, logrando que amplios sectores de población marginada internalice un sentido de “inferioridad” y reproduzca la paradoja de que sectores de la gente odiada defiendan los privilegios de quienes los odian y se despedacen por ellos. Las élites heredaron la segregación, el apartheid, del régimen colonial, manteniendo condiciones de desigual acceso de indígenas y afros a salud, vivienda y educación superior, que convirtieron en mercancías desmontándolos como derechos universales. El odio de clase le impide al Congreso actuar en democracia y a la ley actuar con justicia, evitando curar esa herida del cuerpo social, revictimizado con las barreras y ataques coordinados y distribuidos entre élites para impedir los cambios propuestos por el gobierno popular en las estructuras sociales, económicas y políticas. Esto afecta a las mayorías empobrecidas, al pueblo excluido que es al que odian, no al gobierno, ni a su máxima autoridad, el presidente, como lo hacen creer.
El odio de clase no es un problema individual de los “pobres”, sino un fracaso colectivo que interpela a toda la sociedad. Ese 2% que tanto odio de clase ofrece lo tiene todo: hereda clientelas, presupuestos, apellidos. Son dueños de más del 80% de la tierra de uso agrícola (de la que se utiliza menos de la quinta parte) y de la tercera parte de los ingresos del país. Menos de 20 familias han dominado la política por varias generaciones con dinastías, jefes y delfines que reproducen privilegios. Ese 2% controla los medios de producción y reproducción del capital, acumula riqueza por explotación y despojo, y son dueños de las grandes empresas. Tres EPS controlan la tercera parte de la población (Sura, Sanitas, salud total) y tres familias son dueñas del 75% de los medios de comunicación (Ardila Lule, Santo Domingo, Sarmiento Angulo). Treinta universidades “privadas” tienen apellidos de familia o grupo empresarial. Ese 2% tiene y controla inversiones estratégicas diversificadas en bancos, alimentos, bienes raíces, medios de comunicación, empresas de vigilancia y seguridad, inmobiliarias, superficies comerciales, industrias de consumo y exportación, EPS, fundaciones, corporaciones, federaciones (ganaderos, cafeteros, comerciantes), asociaciones (industriales, campesinos), T.V y sociedades de contratistas. Con odio, agitan y sostienen violencias; unos son empresarios con agenda política y otros son políticos con agenda empresarial (la misma cosa, su proyecto es “ser el poder”). Son entramados de sangre, de alianzas entre familias, que acostumbraron al país al odio, al sonido incansable de las balas para eliminar contrarios, y hoy hacen coro en defensa de la seguridad, el porte de armas, el genocidio en Gaza, la intervención en Venezuela, las conspiraciones y los bloqueos que con odio matan por falta de agua, alimentos y medicinas.