
Boyacá no se mide solo en cifras, aunque los censos insistan. Entre 2005 y hoy, el departamento apenas ha crecido en poco más de cien mil habitantes. La curva asciende con timidez, como si la tierra misma hubiera decidido envejecer junto a su gente, junto a su pueblo.
Las estadísticas hablan de un crecimiento moderado, inferior al 0,5 % anual. Pero detrás de los números, lo que se percibe es un paisaje humano transformado: menos cunas, más bastones; menos escuelas llenas, más plazas silenciosas. Los jóvenes parten hacia Bogotá, hacia otros lugares, hacia los lugares donde creen que la vida corre más rápido. Lo que queda son los abuelos, guardianes de la memoria, cuidadores de huertas y de saberes que, poco a poco, se van apagando. La segmentación de la tierra va en aumento, junto a ese sentido amargo de las herencias.
En los pueblos de la provincia, el envejecimiento no es solo demográfico: es también cultural. Cada silla vacía en una cocina campesina revela un vacío más hondo, el de la transmisión interrumpida. ¿Quién heredará los secretos de la panela, el arte de la ruana, la paciencia de la tierra sembrada?
El reto de Boyacá no es únicamente contener la despoblación. Es recuperar el sentido de pertenencia y ofrecer dignidad a quienes permanecen. El departamento necesita políticas que no se limiten a contar habitantes, sino que siembren futuro: incentivos para que los jóvenes vuelvan, programas que reconozcan el valor de los mayores, estrategias que conviertan la nostalgia en esperanza.
El envejecimiento, visto de cerca, no es tragedia: es un espejo. Boyacá nos recuerda que el tiempo no se detiene, pero también que la memoria puede florecer si se cultiva con cuidado. Entre montañas y aljibes, escribo, y escribo desde este territorio que nos enseña que las canas también son semillas, y que el futuro de un pueblo está hecho de la dignidad de quienes lo habitan, sin importar su edad, pero sin perder de vista la misma