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El campo colombiano siempre ha sido el motor de nuestro país, pero también ha sido el más olvidado. Mientras en las ciudades el acceso al internet y a las nuevas tecnologías parece una realidad cotidiana, en las zonas rurales sigue siendo un lujo que pocos pueden darse. Esto no es solo un problema de distancia o infraestructura; es, sobre todo, una consecuencia de las decisiones políticas que durante años han dejado al campo al margen del desarrollo.
En las veredas, donde las familias madrugan para trabajar la tierra, los jóvenes crecen sin acceso a computadores, internet o herramientas digitales que les permitan soñar con un futuro diferente. Mientras en las ciudades los estudiantes tienen todo a la mano para complementar su aprendizaje con tecnología, en el campo la educación sigue siendo básica, a veces limitada a un salón con pupitres desgastados, libros viejos y un tablero.
Es difícil entender cómo, en pleno 2024, el 77% de los hogares rurales no tiene acceso a internet, según el Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones. Este dato no solo habla de una brecha tecnológica, sino de una brecha de oportunidades. Los gobiernos han prometido durante años llevar la conectividad al campo, pero las promesas suelen quedarse en el papel o en proyectos a medias que no benefician realmente a las comunidades.
El problema no es solo que no hay internet; es que no hay un verdadero plan para que las tecnologías sirvan al campo. Los jóvenes campesinos no necesitan redes sociales para pasar el tiempo; necesitan herramientas para aprender nuevas técnicas de cultivo, para vender sus productos directamente y para abrirse camino en un mundo donde todo está conectado. Sin embargo, estas necesidades no parecen ser una prioridad para quienes toman las decisiones.
Si el campo fuera realmente una prioridad en las agendas políticas, hoy tendríamos escuelas rurales equipadas con computadores y programas de capacitación digital. Pero, en cambio, tenemos aulas en mal estado, sin conexión, y comunidades que se sienten abandonadas. Esto no solo perpetúa la desigualdad entre el campo y la ciudad, sino que también fuerza a muchos jóvenes a dejar sus hogares en busca de oportunidades que deberían tener allí mismo.
La falta de tecnología en el campo no es solo un problema técnico, es un problema político. Es una muestra de cómo las políticas públicas no han sabido llegar hasta los rincones más apartados del país. Y no basta con inaugurar proyectos y cortar cintas para la foto. Lo que se necesita es un compromiso real: garantizar que las tecnologías lleguen al campo y se queden allí, transformando las vidas de los campesinos.
El campo colombiano tiene todo para ser una potencia: tierra fértil, gente trabajadora y jóvenes llenos de sueños. Pero para que eso sea posible, necesitamos una verdadera voluntad política que cierre la brecha tecnológica y que les dé a estas comunidades las herramientas para salir adelante.
La tecnología puede ser el puente entre el campo y el progreso, pero para que esto sea posible, los responsables de las políticas públicas deben dejar de mirar hacia otro lado y comenzar a actuar. Ya no se trata de promesas vacías, ni de inauguraciones con fines electorales. El campo colombiano está pidiendo a gritos una verdadera inversión en conectividad y en formación tecnológica. Si queremos que nuestros jóvenes campesinos tengan un futuro mejor, es hora de que las promesas se conviertan en realidades tangibles. Porque mientras las ciudades avanzan, el campo no puede seguir esperando. Es momento de cerrar la brecha digital y darles a los campesinos las herramientas para que, con su esfuerzo, logren el progreso que merecen.