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Decir que “el pobre es pobre porque quiere” es una afirmación que desconoce la realidad de miles de campesinos en Colombia, donde la pobreza no es una elección, sino el resultado de una brecha de desigualdad cada vez más profunda. Mientras unos pocos concentran las riquezas, las familias campesinas trabajan la tierra con las uñas, enfrentando precios injustos y políticas que rara vez consideran su bienestar.
En el campo boyacense los días empiezan antes del amanecer. Los campesinos siembran y cosechan los alimentos que nutren al país, pero el pago que reciben por su trabajo apenas alcanza para subsistir. No se trata de falta de esfuerzo, sino de un sistema que históricamente los ha relegado al olvido. Y mientras el campesino lucha por sobrevivir, las tierras comienzan a quedarse solas, pues los jóvenes ven en el campo un camino que solo conduce a la pobreza.
“El pobre es pobre porque quiere” es la frase de quienes miran desde la comodidad de su riqueza o desde la arrogancia de haber ascendido en un sistema desigual. Es una excusa para justificar la falta de empatía y desviar la atención de los problemas estructurales que perpetúan la desigualdad. Pensar así es ignorar el sacrificio y la lucha diaria de millones de personas que no tuvieron las mismas oportunidades.
El hijo del campesino ya no quiere seguir en la tierra, no porque no valore su herencia, sino porque ve a diario el sacrificio de sus padres sin recompensa. En busca de un futuro mejor, muchos abandonan las veredas para intentar construir una vida diferente en las ciudades, aunque allí tampoco se les garantizan caminos fáciles. La tierra, que alguna vez fue el corazón de sus familias, queda atrás, vacía y sin esperanza.
La política tiene un papel crucial en esta crisis. Las decisiones que se toman desde los escritorios del poder no solo ignoran las necesidades del campesino, sino que profundizan la desigualdad al favorecer a grandes empresas y mercados sobre el pequeño productor. Las promesas de inversión rural y desarrollo del campo quedan en el aire, mientras el campesinado sigue luchando solo, atrapado en un sistema que no le permite avanzar.
Decir que “el pobre es pobre porque quiere” es una frase que ofende la dignidad y el esfuerzo de quienes, como los campesinos boyacenses, trabajan de sol a sol para sostener a un país que los ha olvidado. Si se quiere un cambio real se debe comenzar por cerrar las brechas de desigualdad, valorar al campesino y garantizar que su trabajo no solo sea reconocido, sino justamente recompensado. La pobreza no es una decisión; es el reflejo de un sistema injusto que, como una tierra sin agua, seca las esperanzas de quienes luchan por un futuro mejor.